Columna de Óscar Contardo: Identidad perdida
La curva en donde la izquierda se alejó de los pobres hay que buscarla mucho antes de que se decidiera a abrazar las causas feministas, de la diversidad sexual o de los pueblos indígenas como tabla de salvación electoral, porque cabe recordar que fueron las mujeres y los jóvenes quienes ayudaron a elegir a este gobierno y a rechazar el proyecto de constitución de la ultraderecha.
Desde hace un tiempo cierta izquierda busca explicar sus dificultades para conectar con un electorado que en algún momento juzgó como propio buscando un chivo expiatorio que la distraiga de cualquier autocrítica. Encontraron ese chivo en la acepción reaccionaria de woke, un concepto surgido en Estados Unidos que se relaciona con las causas de derechos humanos de mujeres, de la diversidad sexual y las personas racializadas.
Pero la historia es otra.
La izquierda chilena no se alejó de los pobres por poner atención a las demandas feministas, ni por solidarizar con las causas de la diversidad sexual, ni por apoyar a los pueblos originarios. Antes que nada, porque ni las mujeres, ni las personas homosexuales, ni las lesbianas y transgénero, ni los indígenas son grupos excluyentes de pobreza: son quienes sufren más abusos. Las niñas abusadas y embarazadas obligadas a parir son las más pobres, las mujeres trans que no tienen otro destino que el comercio sexual son pobres, las personas indígenas en su mayoría nacen en el desamparo. Es parte de la historia, como lo es el moralismo machista y homofóbico de una izquierda que durante décadas llegó a ser tan conservadora como la derecha más confesional, sólo que en lugar de achacar lo que consideraba desviado a un pecado, le otorgaba el rango pseudocientífico de vicio burgués que exigía ser extirpado.
Para esa izquierda el símbolo de la virtud reposaba en la figura del guerrillero latinoamericano, a medio camino entre salvador y mártir. Las mujeres estaban relegadas a ser personajes de reparto (la novia, la enamorada, la hija), consagradas a la devoción del símbolo virtuoso, o francamente extras en una revolución empujada por líderes de origen acomodado que supieron conocer las necesidades del pueblo y, enseguida, caer en cuenta que estaban llamados a resolver sus penurias, porque si no eran ellos, quién más podría hacerlo. Ellos tenían nombre y apellido, el pueblo, no. O como lo notaría el escritor y periodista alemán Hubert Fichte en su paso por Chile en 1971, abundaban los varones “marxistas exprés, hijos de papá” que siempre estaban repitiendo una misma fórmula para encabezar sus reflexiones: “El trabajador debe, el trabajador tiene que”. ¿No podrán, tal vez, los hijos de papá preguntar a los trabajadores qué les gusta? Le consultó Fichte al Presidente Salvador Allende, quien le respondió con honestidad: “En ese aspecto tiene razón”. Justamente en ese año, el 8 de junio de 1971, el diario Puro Chile tituló: En Agustinas 2080 se desbarató un nido de homosexuales. Los maricones arrestados son: (seguía una lista de nombres con respectivos lugares de trabajo). Era la cultura del momento, es cierto. Pero había una exacerbación sospechosa en su crueldad (¿universal o identitaria?) en las razias constantes de la Policía de Investigaciones y en la prensa de izquierda con ese mundo que algunos de sus herederos llaman “identitario”.
Luego vinieron el Golpe y los horrores de la dictadura. Las urgencias eran otras, es cierto, pero el sello de esa vieja izquierda perduró durante la década siguiente, y la subsiguiente, cuando el primer movimiento de liberación homosexual chileno, formado por activistas que debieron abandonar sus militancias de izquierda (adivinen por qué), era ignorado por las fuerzas dizque progresistas de la época que asumían el gobierno tras la pesadilla de la dictadura. Quienes sí les tendieron la mano a esos primeros activistas fueron las mujeres feministas, que perseveraban en temas que las dirigencias masculinas de izquierda menospreciaban. Poco cambió durante los 90 en cuanto ampliación de derechos en términos políticos y culturales; hasta entrada la década del 2000, el progresismo local se regocijaba con las portadas misóginas y homofóbicas de su semanario predilecto, el que decía estar firme junto al pueblo.
La curva en donde la izquierda se alejó de los pobres hay que buscarla mucho antes de que se decidiera a abrazar las causas feministas, de la diversidad sexual o de los pueblos indígenas como tabla de salvación electoral, porque cabe recordar que fueron las mujeres y los jóvenes quienes ayudaron a elegir a este gobierno y a rechazar el proyecto de constitución de la ultraderecha. Si los sectores populares no votan izquierda como antes, tal vez sea porque esos partidos los abandonaron enviándolos a vivir en los márgenes de las ciudades, en casas minúsculas que se llueven y a educarse en un sistema que esa misma izquierda tuvo a bien segregar. Tal vez sea que constataron cómo algunos viejos revolucionarios abrazaron el modelo que antes repudiaban prosperando como ellos nunca podrán hacerlo.
Quienes acusan a las “causas identitarias” de la crisis de la izquierda y el avance de la ultraderecha deberían analizar el problema de la identidad desde una perspectiva diferente y mucho más franca: preguntarse la razón para que categorías como “clase trabajadora” desaparecieran de sus propios discursos y fuera reemplazada por la idea de un país de clase media que no era otra cosa que una nación de endeudados. Adoptaron un idioma ajeno y comenzaron a llamar “gallada” al pueblo, con ese desdén arrogante tan propio de los hijos de papá a los que se refería Fichte en los 70. Por último, esos dirigentes de izquierda alarmados por los horrores del woke podrían reflexionar sobre la razón para haber terminado sintiéndose más a gusto con una élite conservadora a la que le hablan con entusiasmo en conferencias, sobremesas y paneles, y no con ese idealizado pueblo cuya forma de vida parece espantarles. El problema real, creo yo, efectivamente es identitario: el de quienes perdieron su propia historia e incluso la habilidad de hablar la lengua de un pueblo que dejó de escucharlos, porque ya no les cree ni los respeta.