Columna de Óscar Contardo: Inmóviles
El encuentro nacional de los grandes empresarios de este año fue organizado bajo el título Contra el inmovilismo, una alusión al discreto crecimiento económico. Aunque las expectativas sembradas por las patronales si resultaba electo el Presidente Gabriel Boric durante la última campaña eran aún peores, los méritos de la gestión del ministro de Hacienda -una estabilidad reconocida por inversionistas extranjeros y por las agencias internacionales de calificación de riesgo-, lejos de aliviar a los empresarios locales, los mantiene en alerta y en posición de combate en contra de propuestas que llaman “ideológicas” como una manera de desmerecerlas. Pero hay cosas que no son ideológicas, sino hechos que no dependen de una interpretación: en Chile, la mitad de las personas que trabajan tiene ingresos de 500 mil pesos o menos. Si tomamos en cuenta que el arriendo de un departamento de dos dormitorios cuesta justamente esa cifra, la situación es preocupante. Ni hablar de aspirar a una vivienda propia. Es decir, para la mitad de la población sobrevivir el mes es una dificultad periódica. Más aún si deben ayudar a mantener a padres, abuelos o tíos que reciben una pensión miserable que no mejorará en el mediano plazo. Frente a estos hechos el crecimiento económico es una herramienta de progreso, pero no puede ser la única, que es lo que con insistencia plantea el empresariado, imponiendo un estado de crispación que traspasan con ahínco a la población general a través de entrevistas, comunicados y advertencias difundidas con generosidad en plataformas mediáticas de múltiples espectros.
Los mismos dirigentes que tras el estallido de 2019 y luego de la multitudinaria marcha del 25 de octubre de ese año se mostraban consternados por el grado de insatisfacción que cundía en gran parte de la población, que según las encuestas percibía su vida como una sucesión de abusos, ahora parecen haber olvidado aquel momento, o peor que eso, lo juzgan como un mal sueño del que todos hemos despertado solo para volver a una realidad que tampoco resulta satisfactoria. Y aunque, en tanto gremios, sus aspiraciones en el papel no tienen color político, estas resultan pasmosamente coincidentes con la manera en que han actuado los partidos de derecha y ultraderecha que votaron en contra de la propuesta de discutir una reforma tributaria y se oponen a la de pensiones. En la práctica, continuaron impidiendo los cambios que ya habían frenado durante el gobierno de Michelle Bachelet, cuando la expresidenta advirtió que estábamos frente a una olla a presión que tarde o temprano reventaría. Y reventó, solo para volver a una calma aparente por la alerta sanitaria impuesta por la pandemia, cuando un sector político descubrió con asombro que las condiciones de hacinamiento en las que vive una parte importante de la población hacían muy difícil controlar el contagio.
“Creo que nunca en mi vida he sido objeto de una recepción más gélida; cuando yo ingresé, algunos empresarios se retiraron ostensiblemente del salón donde se efectuó el encuentro, mientras otros conversaban y poquísimos me saludaron”. Con estas palabras recordaría el expresidente Patricio Aylwin su primera comparecencia como candidato presidencial en el encuentro de grandes empresarios organizado en 1989 . Meses más tarde, el 24 de abril de 1990, cuando ya encabezaba el gobierno, El Mercurio publicaba en titulares la siguiente frase del senador Sergio Diez: “Es inoportuno proyecto de reforma tributaria”. La razón que daban Diez y los dirigentes empresariales para oponerse era porque afectaría el empleo. El rechazo era firme, pero sin esa reforma resultaba imposible saldar las infinitas deudas sociales que había dejado la dictadura. Alejandro Foxley, el ministro de Hacienda, debía hacer puntos de prensa para contrarrestar el pesimismo de las patronales. Finalmente la reforma se llevó a cabo y en la siguiente cumbre con los empresarios, en noviembre de 1990, el Presidente Aylwin, el mismo al que ahora los sectores conservadores rinden admiración, pese a las dificultades que le impusieron en su momento, señaló que para enfrentar el desafío de consolidar la democracia y a la vez contribuir al desarrollo y el crecimiento económico era “indispensable para alcanzar mejores niveles de vida para nuestro pueblo”, agregando que en esa tarea los empresarios tenían “un papel insustituible, que requiere de vuestro esfuerzo, comprensión, disciplina, creatividad y generosidad”. En cada una de las campañas presidenciales de los primeros años de la transición los grandes empresarios anunciaron escenarios catastróficos en el caso de que los candidatos que resultaron efectivamente electos asumieran el poder. Nunca hubo la hecatombe anunciada y a la vuelta de las décadas recuerdan ese período como un paraíso perdido, olvidando convenientemente la manera en que maltrataron a aquellos gobiernos en sus inicios. La resistencia de parte del gremio a leer los nuevos escenarios, a comprender las aspiraciones frustradas de las nuevas generaciones y a considerar que tal vez aquello que en 1990 funcionaba ya no sea adecuado para el mundo de 2020, ha sido una constante. La inmovilidad pétrea de sus planteamientos, justamente lo contrario a la idea de desarrollo, que por definición significa transformación, ha sido un sello de identidad para el sector. Cabría esperar que quienes acusan de tal cosa a un gobierno asediado por una oposición feroz y por sus propias torpezas sepan entender el rol que tienen y la responsabilidad que les cabe en construir un futuro en conjunto y asumir la responsabilidad que les concierne, tal como el expresidente Aylwin, a quien ahora saben apreciar, les pidió en su momento.