Columna de Óscar Contardo: La arrogancia como requisito
En momentos de temor y de incerteza necesitamos creer en cosas fuertes, aferrarnos a un anuncio contundente. Alguien que hable una lengua de palabras concisas y antiguas. Es lo que sabe hacer la ultraderecha, encauzar el miedo y transmutarlo en desquite en contra de sus adversarios, a quienes pintan de engreídos y arrogantes, ofreciendo reemplazar el conocimiento y la ciencia por algo llamado “sentido común”, un concepto tan elusivo como tangible, que la mayor parte del tiempo es poco más que un montón de prejuicios de fácil digestión. En las condiciones actuales es difícil competir con ese mensaje desde la izquierda. De momento, no hay una fórmula exacta para hacerlo, pero sí, tal vez, haya cosas que ya está muy claro que no funcionan: una de ellas es asumir una actitud pedagógica y condescendiente en el momento de comunicar las propias ideas. Las declaraciones soberbias y las frases engreídas de quienes aún tienen más diagnósticos que logros resultan irritantes para ese sector de la población que se pasa la vida esperando al Godot de la prosperidad.
El discurso severo y abstracto del alumno o la alumna de primer semestre en la Facultad de Ciencias Sociales que evangeliza con sus lecturas del último curso puede enternecer a su círculo familiar, o tener algún valor argumentativo en las asambleas de pares, pero no funciona más allá del ámbito de los convencidos cuando se trata de política en mayúsculas. Las audiencias son diferentes, los contextos cambian.
Cuando nos desorientamos en una ciudad ajena y le pedimos a un transeúnte cualquiera que nos auxilie para encontrar una dirección, nos acercamos a esa persona con un objetivo concreto: que nos oriente. No aspiramos a que nos dicte una charla sobre el trazado urbanístico del lugar; lo que estamos pidiendo es algo tan simple como una indicación efectiva. Si la persona a la que acudimos nos sometiera a una exposición que no le solicitamos sobre las condiciones de segregación del barrio, nos desconcertaría. No importa que tenga la razón, que todo lo que diga sea un conocimiento sólido. Lo que importa es que en ese contexto una respuesta así resulta fuera de lugar, irritante, o francamente ridícula.
Hay un sector de la izquierda en el gobierno que tiende a asumir su rol en la política como su momento pedagógico, levemente evangelizador y, por lo tanto, condescendiente con quienes los escuchan. La misma actitud de los economistas del pasado gobierno, solo que en otro espectro de conocimientos. Son dirigentes que parecieran no caer en cuenta que ya cumplieron su papel de impugnadores del poder durante una década y que ahora están a cargo, y por lo tanto, lo que se espera de ellos es otro tipo de respuesta. Que, si mucha gente está resintiendo el declive de las condiciones de vida en amplias zonas de Santiago, no les expliquen a esas personas que es una percepción subjetiva alimentada por los noticieros, porque nuestra capital nunca ha sido Praga. Dirigentes que, para bajarles el tono a los asomos de corrupción en sus propias filas, indican que los fraudes cometidos por los adversarios de derecha son mucho más cuantiosos y que hay que ser tonto para no darse cuenta de eso. Frases y declaraciones que cavan un desencuentro entre las expectativas creadas en campaña por el mismo sector, sobre el trato a las demandas ciudadanas y los estándares éticos anunciados, y lo efectivamente practicado una vez que llegaron al gobierno.
La gestión de comunicaciones del gobierno ha hecho muy poco para moderar el desencuentro entre lo prometido y lo que se ha llevado a cabo. Ya no basta con culpar a la línea editorial de los medios o al formato del matinal de televisión: en Chile nunca han sido distintos. Que el presidente cada tanto se enfrente con la prensa ha dejado claro que o no hay una claridad respecto de las condiciones más allá del círculo de incondicionales, o sencillamente nadie ha hecho la autocrítica sobre la manera en que una relación dificultosa podría hacerse llevadera de un modo menos crispado. Atender más a la realidad de las circunstancias que a esas condiciones ideales que no existen ni existirán. La cultura interna del gobierno está obstinada en elaborar mensajes que finalmente boicotean, incluso, los logros de su propia gestión, para luego culpar al empedrado que desde el primer día sabían disparejo.
La decisión de encabezar un anuncio tan importante y simbólico como el mejoramiento de las condiciones laborales para las mujeres pescadoras de 12 caletas, con el titular “caletas con perspectiva de género”, es un ejemplo del despropósito que cunde en el énfasis y la oportunidad. Lo más importante para comunicar no era el método de trabajo utilizado para llevar a cabo el proyecto, sino el hecho de que gracias a un plan de gobierno se le está mejorando la vida a un grupo importante personas. La perspectiva de género es un medio, una herramienta para elaborar políticas que solucionen injusticias, como lo es el método científico, pero a nadie se le ocurriría anunciar caletas “con método científico”. Lo primero y esencial eran las mujeres pescadoras, sus historias y la manera en que recibían las mejoras de infraestructura. El concepto abstracto utilizado es, sin duda, interesante y acertado como herramienta, pero no el centro del asunto. Al privilegiarlo, el gobierno dispuso un biombo para ocultar su propio éxito, y luego se lamentó de que nadie hablara sobre lo que había detrás de él. Finalmente, todo se transformó en una disputa absurda.
Creo que no hay político o política que no tenga mucho de narciso y tanto más de arrogante. Debe ser requisito para dedicarse a ese oficio. La diferencia la hace el criterio para serlo en la ocasión adecuada, bajo ciertas condiciones y con algo tangible de lo que jactarse, no solo un enjambre de palabras abstractas. Algo como una obra realizada o una promesa cumplida.
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