Columna de Óscar Contardo: La capital maltratada
No me gusta la manera en que los santiaguinos, sobre todo quienes tienen tribuna pública, hablan de su propia ciudad como si fuera un ente distinto de ellos, un asunto diferente del que no forman parte y que retratan como indeseable. No existe un orgullo santiaguino del mismo modo que uno penquista o porteño, aunque ni Concepción ni menos Valparaíso -tan romantizada como degradada- estén libres de nuestra mala costumbre de maltratar nuestro hábitat urbano. Mi origen provinciano me permite tomar distancia de esos juicios venenosos sobre una ciudad con una identidad de mosaico de barrios que se resisten a ser un todo, fragmentos segmentados por ingreso y clase, en donde el centro y sus alrededores han resistido las tensiones políticas y sociales de una historia que a veces se acelera y corcovea. Los últimos seis años han sido de un pique veloz, descontrolado, sobre el que las autoridades -municipales, regionales y nacionales- no han logrado articular una propuesta de futuro convocante, sobrepasadas por la crisis de seguridad.
Santiago no es la misma ciudad que fue hasta hace seis años, ni volverá a serlo, pero eso no tendría por qué ser algo tan malo si hubiera un proyecto para encauzar los cambios ocurridos tras el estallido y la llegada de una ola migrante extranjera. Primero, habría que coincidir en un diagnóstico mínimo: la capital nunca fue Praga -como burlonamente mencionó un parlamentario-, pero sin duda está más sucia e insegura que hasta hace una década, sobre todo en el centro y los barrios más pobres. Ni las desigualdades pasmosas son un invento de la izquierda, ni la degradación de los espacios públicos y los edificios patrimoniales uno de la derecha. La vida nocturna se apagó, las notas sobre crímenes violentos se multiplicaron, la sensación de una convivencia áspera en calles y vecindarios crece. El nuevo alcalde del centro, que hizo campaña asegurando que resolvería los problemas de seguridad, ha reconocido que el tema es complejo y mucho más difícil de solucionar de lo que él mismo sugería antes de asumir el cargo.
Leo una nota sobre un edificio en el centro, en calle Santa Rosa, diseñado para 1.700 personas, pero que alberga a 2.800, porque los inquilinos subarriendan espacios. Hay filas de espera de media hora para subirse a los tres ascensores disponibles. Si esto ocurre en un edificio, debe estar pasando en muchos más, no solo en el centro, sino en todas las zonas en las que se han levantado torres de departamentos minúsculos comprados como inversión para ordeñar a personas de bajos ingresos. Hay una crisis de vivienda que deviene en hacinamiento, y roces permanentes entre las costumbres locales y las de los extranjeros que han ido creando un ambiente hostil. Basta que una ficha del dominó se tumbe para que todas las demás terminen cayendo.
Leo otra nota sobre Serge Haroche, premio Nobel de Física que visitaba la capital para asistir al Congreso Futuro. Haroche revisaba su celular frente a la Casa Central de la Universidad Católica cuando un hombre se lo arrebató de las manos y huyó. En redes sociales alguien comenta que “todos” saben que no hay que sacar el teléfono en esa vereda, porque siempre roban. Ojalá alguien le hubiera avisado a Haroche que no debía ser tan imprudente.
En su libro La vida secreta de las ciudades, Suketu Mehta, escritor norteamericano de origen indio, explica que toda ciudad tiene dos tipos de narrativa: la historia oficial y la historia oficiosa. La primera es la que se publicita con fanfarria; la segunda es más discreta y perdurable. Mehta dice, por ejemplo, que está la historia de Nueva York como paraíso multiétnico con la que fantasea el turista, y la ciudad racialmente segregada de las estadísticas. No me queda muy claro cómo aplicar esa regla a Santiago, en donde la historia oficial y la oficiosa confluyen en un mismo relato nada halagüeño: una ciudad aburrida en comparación a otras, que no se distingue ni por la amabilidad de sus habitantes ni por su oferta gastronómica ni artística. Tampoco hay referencias a un acervo identitario -libros, leyendas, personajes, canciones- que se jacte de la capital chilena como un lugar con el cual encariñarse, ni menos aun una idea romántica de lo que ha sido históricamente. Santiago es una foto de edificios espejados con la cordillera de fondo. No hay ambiente a ras de piso, solo una vista panorámica. Curiosamente, las placas conmemorativas del centro indican el lugar por donde pasó un extranjero -Carlos Gardel, Charly García-, pero no donde vivió un santiaguino o santiaguina ilustre. Hemos aprendido que vivir en la capital consiste en resignarse a habitarla, no hay espacio para disfrutarla, porque el goce no es una posibilidad entre grafitis, lanzazos y el olor a marihuana mezclado con hedor a baño desaseado. Cada tanto, a esa fórmula le agregamos el miedo. Sin embargo, la realidad podría ser otra si la política, en lugar de estrujar dinero de las corporaciones municipales para fines turbios, desangrando arcas y solventándoles la vida a sinvergüenzas, utilizara esos fondos para levantar una ciudad que se merece otra historia, una mejor fama y un mejor destino.
Santiago no es la peor de las ciudades. Es una de las más seguras y con mejores servicios de una región insegura y con malos servicios. Es el resultado de eso que somos como país, con nuestras virtudes que cada tanto nos cuesta reconocer y nuestros muchos vicios que nos duele enfrentar. En ese espacio debería instalarse la política, adelantarse a los escenarios presentes y futuros, a las crisis en curso -delincuencia, vivienda-, a las crónicas -segregación, transporte- y a las futuras -veranos cada vez más calurosos-, pero, además, impulsar un proyecto orientado a recuperar el centro como lugar de encuentro entre santiaguinos y santiaguinas, en donde rebeldes y burgueses puedan reconocerse en una misma historia, con mucho más de goce por lo que la ciudad ofrece, que de miedo por lo que esconde.
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