Columna de Oscar Contardo: La colorina insolente

Stella Diaz Varín
Stella Diaz Varín


En su primera cuenta pública, el Presidente Gabriel Boric citó un verso de la poeta Stella Díaz Varín para introducir uno de los temas que abordaba su discurso. El verso correspondía a una pregunta retórica sobre una palabra escondida, difícil de encontrar. Boric dialogó con ese verso y dijo que él se atrevía a pensar que aquello que la voz de ese poema buscaba era la palabra “dignidad”.

La mención del Presidente Boric resultó particularmente conmovedora para quienes conocían la vida y trayectoria de una artista que durante décadas fue disminuida al tamaño de un puñado de anécdotas que sus coetáneos solían repetir como un adorno dentro de sus propias biografías. Díaz Varín existía como la musa de piel translúcida salpicada de pecas, perfil nórdico y pelo encendido que Alejadro Jodorowsky recreaba en su autobiografía ficcionada, o como la pelirroja pendenciera de puños poderosos que Enrique Lafourcade disponía en sus comidillos orales y escritos. La poeta, nacida en 1926, era poco más que el aliño de una generación alborotada por los cambios políticos y rebosante de entusiasmo frente al ascenso y despliegue europeo de un tótem llamado Neruda y un faro llamado Huidobro. Era la mujer a la que Parra le dedicó un poema de macho adolorido y la rebelde que se tatuó en un brazo una calavera atravesada por un puñal como repudio a Gabriel González Videla. Rabiosa, porfiada, insolente, siempre rodeada de hombres a los que debía constantemente poner en su sitio. Díaz Varín fue, por demasiado tiempo, el reflejo de un mundo y un orden en donde ella cumplía un rol secundario, el artificio en el escaparate de las vanidades ajenas. Sin embargo, siempre fue mucho más que eso.

En diciembre de 1949, cuando tenía 23 años, Díaz Varín publicó Razón de mi ser, el primero de los cuatro libros publicados antes de su muerte, en 2006. Fue una edición de mil ejemplares que se agotó en tres meses y recibió una elogiosa reseña de Hernán Díaz Arrieta en El Mercurio, quien la incluyó en una crítica colectiva junto a varios jóvenes autores: “Alcanzamos a divisar un poco la silueta de Huidobro, sin ironía, con algo más, con mucho menos. Se trata, no cabe duda, de un temperamento fuerte”, sentenció Alone. Fue un espaldarazo, sin embargo, la carrera de la escritora no despegó. En agosto de 1950 la poeta debutante tuvo un hijo de un hombre, un inglés que le tendió una trampa, según le contó a su amiga Claudia Donoso, y del que nunca quiso hablar. Pasó el embarazo sola en una pensión hasta que un admirador, un arquitecto, le ofreció matrimonio y asumió la paternidad del niño. La pareja llevó una vida burguesa a la que ella no logró resignarse. Díaz Varín continuó visitando bares y declamando versos en medio de los parroquianos para volver, ya de amanecida, a la casa familiar. El matrimonio se rompió en 1962. Pasó el tiempo, su generación cobró la consistencia de una leyenda. En adelante, cada vez que algún reportero la requería para hablar de sus compañeros de juerga en El Bosco, Stella Díaz Varín le mostraba el recorte de la crítica de Alone que siempre llevaba en la cartera. Era el único registro de prensa que había logrado su obra. Los siguientes dos volúmenes de poesía que publicó -Sinfonía del hombre fósil (1953) y Tiempo, medida imaginaria (1959)- apenas encontraron eco entre sus cercanos. Recién en 1986 presentó el manuscrito de Los dones previsibles a un concurso literario. Entonces fue que Stella Díaz Varín reapareció públicamente en una entrevista a un semanario de oposición a la dictadura. Cuando la periodista le preguntó cómo sobrevivía, ella le respondió: “Mal. Vivo de pequeñas costuras que hago a máquina y de memorias que les escribo a los niños que salen de vacaciones (…) Con eso sobrevivo, esas son mis entradas. No tengo previsión, no tengo nada”. A esas alturas, la colorina era una mujer canosa, de 60 años, la vecina díscola con voz de estibador con resaca del segundo piso de un block del pasaje Los Jazmines de la Villa Olímpica. También era la poeta que se había sobrepuesto al régimen de Pinochet; como Jorge Teillier o José Ángel Cuevas, cada uno a su modo, resistió el ruido de tren de una historia pesada y oscura. Díaz Varín lo hizo, además, cuidando a sus nietos, aseando el departamento y llegando a casa a cocinar. El final de la dictadura marcó su retorno a la escena literaria como escritora, esta vez, impulsada por un grupo de autoras, otra generación irrumpía. En una nota publicada en la revista de la Sech, Stella Díaz Varín contó que hasta ese momento nunca antes ningún crítico se había preocupado de escudriñar entre sus escritos: “Ahora recién lo están haciendo, y ¿quiénes lo están haciendo? Son las mujeres, las mujeres con todo el celo que se les atribuye, las que están abriéndome camino”. Finalmente, Los dones previsibles fue publicado en 1992, con un prólogo de su amigo Enrique Lihn que, entre otras cosas, escribió: “Asocio los cantos de Stella al estado de gracia y de desgracia en que morimos o sobrevivimos los jóvenes de mi edad, hace mucho tiempo”. El poema “Dos de Noviembre” es parte de aquel libro prologado por Lihn y arranca con los siguientes versos: No quiero/ Que mis muertos descansen en paz/ Tienen la obligación/ De estar presentes/ Vivientes en cada flor que me robo/ A escondidas.

Stella Díaz Varín murió el 13 de junio de 2006 producto de las complicaciones de un cáncer. Hasta ese momento vivía con poco más de 60 mil pesos mensuales. Su cuerpo fue velado en la sede de la Sech y enterrado en una tumba prestada.

El gesto de un presidente que decidió hablar de dignidad recordando a una poeta muerta es una manera de recordarnos todo lo que permanece aún olvidado o escondido en la penumbra de una historia poblada de gente en busca de respuestas.

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