Columna de Óscar Contardo: La efeméride de una barbarie

Detenidos desaparecidos.


Yo no sé cómo se hace para separar el Golpe de Estado de la dictadura. Cómo construir una frontera clara, un separador de ambientes que aísle una cosa de la otra y las disponga a ambas como la consecuencia del fracaso del gobierno democrático anterior. Para hacerlo habría que esparcir una frontera brumosa entre la conjura que hizo posible ese Golpe, parafraseando la célebre investigación de Mónica González, y desentenderse del apoyo de una potencia extranjera que cuidaba de sus intereses dinamitando democracias latinoamericanas, según lo demuestran los numerosos archivos desclasificados del gobierno de Estados Unidos. Un ejercicio quirúrgico que separa los músculos de quienes tramaron la conjura, de los huesos de los hombres y mujeres asesinados. Una retórica que se presenta como atendible y civilizada, cuando se escribe en prosa limpia y se repite en voz pausada frente a una audiencia que ansía escuchar disquisiciones sobre biombos desplegables que separan aguas y disimulan la vista sobre tanta fosa clandestina y tanto cuerpo azotado por la tortura; un público agradecido de que se les evite escuchar el lamento de deudos que no se resignan a olvidar. Gracias a la ayuda de los biombos retóricos hay quienes refrendan lo que íntimamente les complace pensar: que hay un espacio grisáceo en donde las víctimas pueden llegar a ser responsables de su propio destino, así que ojalá se dejaran de joder con tanta queja y se resignaran a que, si ya no hubo justicia, es que nunca la habrá.

Antes, mucho antes, con el mismo tono y para audiencias similares, había quienes decían que todo era un invento, que los centros de detención, los vuelos de la muerte y los feroces tormentos denunciados en foros internacionales eran una trama marxista.

El día 11 de septiembre de 1973 fue el inicio de casi dos décadas de régimen militar. Entiendo que exista un grupo de personas para quienes ese período es recordado como un lapso de tranquilidad e incluso de progreso económico, aunque para la mayoría fueran años de miseria extendida. Es posible comprender esa satisfacción y esa nostalgia. Pero eso no me parece suficiente argumento como para trastocar causas, consecuencias y enjuagar en lavandina las manchas de sangre de torturados, muertos y desaparecidos.

El Golpe comenzó antes de que los cazas sobrevolaran La Moneda, quedó consumado el día que bombardearon el palacio de gobierno, pero continuó, se extendió en las detenciones, torturas y muertes que no pararon hasta que el régimen entregó el poder. El Golpe significó el cierre de instituciones, la persecución de funcionarios públicos, purgas en universidades, reclutamiento de soplones y matones al servicio del Estado. El Golpe significó ejecuciones como la de Alicia Aguilar, de seis años, muerta en una plaza de Santiago Centro -a ella la mataron siete días después de que el gobierno de la Unidad Popular fue derrocado-; o fusilamientos como el de Isabel Díaz, que tenía 14 años cuando agentes del Estado la sacaron de su casa durante una madrugada, la llevaron al Puente Bulnes sobre el río Mapocho y le dispararon. Eso ocurrió el 14 de octubre de 1973. Alicia estaba embarazada. ¿Esas muertes fueron parte del fracaso de la Unidad Popular o un daño colateral del Golpe de Estado? Fueron miles de detenciones arbitrarias, sesiones de tortura y asesinato de personas cuyos nombres permanecen en el límite del anonimato, porque eran, en su gran mayoría, hombres, mujeres, jóvenes y niños de extracción popular.

En síntesis, el 11 de septiembre de 1973 significó el inicio de la fabricación de mucho miedo a escala industrial, un terror padecido sobre todo por los más pobres

Hace 10 años, cuando se conmemoraron las cuatro décadas del Golpe de Estado, parecía claro el punto de partida de la conversación pública respecto del momento en el que las Fuerzas Armadas, respaldadas por un sector político y económico, rompieron las reglas del juego democrático y asumieron el poder: nada podía justificar lo ocurrido. Hace 10 años, irónicamente, gobernaba la derecha. Hoy esa claridad no es tal. La línea se movió y el gobierno de izquierda ha sido incapaz de plantar una bandera ética sobre lo ocurrido de manera consistente y diáfana.

Tal y como la gestión en Cultura, el desempeño en la conmemoración de los 50 años del Golpe ha sido decepcionante. Los errores han sido cometidos, justamente, en ámbitos en donde se esperaba un trabajo impecable. Las torpezas han socavado los fundamentos de un gobierno que se contradice a sí mismo semana por medio. Hasta el momento, la única acción conmemorativa, de naturaleza masiva, sobre el inicio de la dictadura, ha sido un programa de recopilación de archivo de televisión emitido por TVN, en cuya promoción ni siquiera se incluía la palabra “golpe”. Esta semana esa debilidad estalló en una crisis absurda que puso de un lado a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos y del otro a la persona delegada por el Presidente Gabriel Boric para organizar la conmemoración. Un extravío del que supieron sacar provecho quienes han querido alterar la relación de hechos, cargándole la responsabilidad de la barbarie desatada desde el 11 de septiembre de 1973 al gobierno derrocado por el Golpe, dejando a las víctimas en la posición de asumir como culpables de su propia tragedia. La polémica provocó no sólo que se perdiera la brújula que apuntaba el sentido de la conmemoración, sino también fue ocupada como excusa para pasar por alto el telón de fondo que nos determina como país: la persistencia de la impunidad como forma de vida, y el desprecio que cierta élite tiene por quienes no comparten sus mismos espacios, ni son parte de las decisiones que se toman en sus sobremesas.

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