Columna de Óscar Contardo: La frivolidad de los empates
El sábado 8 de julio, Cristián Warnken publicó una carta abierta interpelando al Presidente Boric. En uno de sus párrafos el texto indica que un grupo de personas, sin identificar quiénes, estarían intentando “negar que estudiemos historia” y encima “nos quieren condenar a seguir encadenados (…) como esclavos de un resentimiento primario desde el cual no se puede forjar ningún proyecto colectivo ni tejer juntos ningún futuro”. La alarma de Warnken tal vez se deba a que las organizaciones de familiares de detenidos desaparecidos, ejecutados políticos y torturados durante la dictadura esperaban que la conmemoración se concentrara en las víctimas del terrorismo de Estado. El texto, insisto, acusa a un grupo o entidad que no identifica, de ser responsables de hechos que no han ocurrido: nadie ha sido perseguido ni maltratado por agentes del Estado por publicar, difundir o evaluar algún proceso histórico. Lo que existieron y siguen existiendo son críticas, que pueden molestar a un sector, pero que se fundan en hechos y experiencias de quienes sufrieron persecución, tormento físico, la muerte de algún amigo o familiar. Para esas personas, en su momento no hubo portadas de revista, ni paneles en televisión. Durante 17 años fueron maltratados, aun más, las dudas sobre la legitimidad de sus demandas se extendieron más allá. Cabe recordar que el general Pinochet dejó La Moneda en 1990, pero permaneció a cargo del Ejército, amenazando la débil democracia cada vez que una investigación -por violaciones a los derechos humanos o corrupción- lo rozaba. Pinochet llegó incluso a ser senador, y es probable que hubiera continuado como tal de no haber viajado a Londres. No sé qué aspecto o rasgo de los casi tres años de gobierno de la Unidad Popular sirvan para explicar tanta impunidad sostenida durante cinco décadas. Tampoco encuentro argumento suficiente para dejar de preguntar dónde están las personas detenidas y desaparecidas.
La carta de Cristián Warnken arranca poniendo de ejemplo la conmemoración uruguaya de los 50 años de su propio Golpe Estado, llevado a cabo el 27 de junio de 1973: una marcha multitudinaria en Montevideo que reunió al gobierno de derecha con la oposición de izquierda. Ellos condenan el quiebre de la institucionalidad democrática sin cláusulas, una situación cada vez más improbable en nuestro país, donde parlamentarios en ejercicio siguen justificando en Golpe de Estado local, y dirigentes de oposición no disimulan su admiración por la figura de Pinochet. En Montevideo, las calles tienen placas y monumentos que recuerdan el lugar en donde fueron detenidas o secuestradas las víctimas de la represión política, en cambio en Chile, desde un tiempo a esta parte, el solo hecho de invocar los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado puede ser interpretado como la expresión de resentimiento, una declaración impropia que debe mandarse a callar.
El viernes 14 de julio, El Mostrador publicó la carta de Nicolás Mederos, profesor de filosofía uruguayo. Mederos critica la interpretación que hace Cristián Warnken de la concurrida y sobrecogedora marcha conmemorativa del Golpe en Uruguay. El texto explica que Warnken destaca el silencio de la movilización como el aspecto principal, es decir, que nadie reclamara nada a voz en cuello, sin dar cuenta que es organizada por las madres y familiares de detenidos desaparecidos uruguayos y que en su convocatoria establece explícitamente lo siguiente: “El homenaje a las víctimas no puede ser otro que el reconocimiento a través de la verdad de los hechos, la recuperación de la memoria y la exigencia de que en Uruguay nunca más existan la tortura, las ejecuciones y la desaparición forzada de personas”. Por último, Warnken cita al expresidente José Mujica con la frase “es hora de cerrar el duelo”, sugiriendo que es un llamado a dar vuelta una página y no hablar más del asunto. Lo que Mujica dijo a la agencia RFI, reproducida por revista Perfil fue: “Es tiempo de cerrar el duelo. Es tiempo para los familiares que se están yendo y que quedan, que se puedan juntar con las reliquias de sus antepasados (…)Para dejar claro que nunca más, que hay cosas que no deben suceder (…) Es incalificable que no hayamos podido encontrar los huesos de la gente desaparecida. Y no tuvimos la colaboración, por lo menos en eso, no para que asumieran la responsabilidad, sino para saber dónde estaban sepultados”.
En algún momento en estos años de crisis la moderación se ha transformado en sinónimo de empate, en un ejercicio de suma cero que se interpreta como sensatez. Un juego de equivalencias que se practica en un tono de voz mesurado que suelen tener quienes no tienen nada que perder y poco de qué ocuparse más allá de cultivar las buenas relaciones públicas de sí mismo que los mantengan a salvo de cualquier zozobra. Cultivar las propiedades de un agua que más que tibia es turbia, porque se hace difícil separar, en ciertos discursos, los hechos de los preservantes tóxicos disueltos en ellos, como por ejemplo, exigirles a las víctimas asumir una responsabilidad que no les corresponde o calificar las críticas a una gestión conmemorativa, como la de los 50 años del Golpe de Estado, como una censura similar a la que existía en dictadura cuando mataban periodistas.
El peligro actual y creciente para las democracias en Latinoamérica -pero también en Estados Unidos y Europa- no lo encarnan las víctimas del terrorismo de Estado ejercido durante las dictaduras pasadas. La amenaza en ascenso es un nuevo autoritarismo -tan feroz como los que rigen actualmente Nicaragua y Venezuela- que descubrió que cambiándoles el nombre a las cosas y torciéndole el sentido a la historia, podía transformar la memoria colectiva en un estorbo, al punto de presentar a las víctimas como responsables de su propia tragedia y proponer que en la frivolidad de los empates morales es posible encontrar alguna señal de futuro.
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