Columna de Óscar Contardo: La hora de la implosión



En marzo de 2017 comenzó el sinceramiento. El proceso de refichaje de militantes, exigido por el Servicio Electoral y llevado a cabo ese año puso en cifras constantes y sonantes el descrédito y desafección en que habían caído los partidos políticos durante las últimas décadas. Lo que se suponía por las encuestas, quedó en evidencia cuando la mayoría de los partidos debió enfrentar públicamente que sus adherentes eran muchísimos menos de los que sus dirigentes solían sugerir con insistencia a través de los medios. Hasta esa fecha las cabecillas partidarias invocaban de cuando en cuando la existencia de bases multitudinarias que conformaban “mundos” más o menos definidos, con órbitas permanentes alrededor del poder, ya fuera en el Ejecutivo o en el Parlamento. Había, por ejemplo, un mundo socialista, un mundo democratacristiano, uno gremialista y un planetoide de derecha liberal colonizado por Renovación Nacional. Todos eran, en apariencia, cuerpos habitados densamente. En sus registros internos, ninguno de ellos declaraba menos de 30 mil militantes, algunos incluso más de cien mil. En 2017 quedó en evidencia que esas cifras no eran reales.

Desde esa fecha en adelante la desconfianza en las instituciones políticas se ha profundizado, el Parlamento y los partidos siguen en el fondo de las encuestas y las dirigencias que encabezaron el período de la transición política, lejos de asumir algún tipo de responsabilidad considerando el largo plazo, han cerrado filas para defender un espejismo que sólo ellos parecen estar mirando. Veloces y eficientes para abortar las indagaciones sobre el financiamiento ilegal de las campañas; indolentes para cerrar el foso que cavaron entre los partidos y la ciudadanía. En ese vacío autogestionado fue que surgieron experimentos de todo tipo, prometiendo una “nueva forma de hacer política”, un eslogan que, como un recurso natural sobreexplotado de sentido, acabó en el vertedero de las frases hechas de campaña, el mismo en donde se degradan desde el “agua clarita” hasta “la plata es mía” y el “una que nos una”.

El hambre confluyó con las ganas de comer cuando el llamado “sentido común” fue ungido como máximo argumento para respaldar declaraciones políticas en contraposición a aquello considerado “ideología”. Lógico, no es necesario caer en razonamientos complejos si podemos constatar fácilmente, con nuestra propia observación diaria, que la Tierra es plana y que el sol gira en torno a ella. Quien contradiga esa percepción tan real, o está afiebrado con ideas perniciosas o es parte de una confabulación que busca destruirnos. Ese modo de pensar esencialista -que Pierre Bourdieu emparentaba con fenómenos como el racismo- y conspiranoico prendió como pasto seco en una llanura de ideas y un desierto de toda ética. El sitio eriazo era la huella dejada por los partidos durante las últimas décadas. Los partidos habían sido reducidos a organizaciones de estimulación electoral periódica de ciudadanos, con mensajes de ocasión y promesas que, a falta de un horizonte amplio de ideas, exhibían la virtud de ser concretas e inmediatas.

En este contexto el paralelismo entre lo ocurrido con La Lista del Pueblo y el Partido de la Gente resulta bastante obvio, porque son dos criaturas paridas sobre ese mismo terreno baldío arrasado por la pequeñez, la indolencia, los conflictos de intereses económicos mal resueltos y una larga lista de liderazgos mediocres y mezquinos que privilegian la astucia frente a la inteligencia o la justicia. La Lista del Pueblo cosechó popularidad entre quienes percibían que sus vidas habían sido ninguneadas y sus reclamos desoídos. Eran los críticos al sistema que resentían de que los encargados de encauzar sus aspiraciones los habían traicionado. El Partido de la Gente, en tanto, logró calar entre quienes, adhiriendo al sistema económico, consideraban que los partidos políticos tradicionales les sembraban el camino de obstáculos en lugar de ayudarlos a lograr el éxito prometido. Eran dos vertientes de una misma frustración aprovechada por los astutos del momento que supieron levantar como fetiches respectivos las esperanzas de un pueblo fantasmagórico de un lado, y de la gente ansiosa por alcanzar la prosperidad individual inmediata salvando los estorbos esparcidos en su ruta. Dos caras de una misma moneda: de un lado, la imagen de un hombre lacerado que se sobreponía a una enfermedad (imaginaria) ofrendando su cuerpo en la lucha colectiva; del otro, la caricatura del exitismo vestido de traje y corbata, del ejecutivo fanfarrón peinado con gel que comparte con generosidad los 20 trucos para hacerse millonario. Dos lienzos en donde proyectar la posibilidad de un cambio, la cura para la frustración provocada por las promesas defraudadas.

Luego del estallido, de la revuelta y de la fallida Convención ha llegado la resaca, y con ella un sigiloso proceso de implosiones partidarias -desde la Democracia Cristiana al Partido de la Gente, pasando por Evópoli- que solo evidencian que ninguna de las razones que nos han arrastrado hasta la crisis que atravesamos ha sido resuelta. Muy por el contrario, cunden el desprestigio y el uso del lenguaje del “sentido común” que, como carnada envenenada, promete soluciones instantáneas ignorando los desafíos de largo plazo, deteniéndose en la chimuchina inconducente y guiándose por la encuesta semanal. Parece que estamos asistiendo a la escena de un nuevo desplante, una nueva palada de frustración que hará aún más profunda la fosa que separa las instituciones de los ciudadanos.

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