Columna de Óscar Contardo: “La izquierda no sabe perrear”
En una entrevista reciente en el sitio Tercera dosis, dedicado a la difusión de estudios sociales, DJ Lizz, figura chilena de la música urbana, hace un diagnóstico del mundo en el que le tocó criarse y las expectativas que tiene de su éxito actual como productora y compositora. Dj Lizz, el nombre artístico de Elisa Espinoza, describe a través de su biografía las condiciones de vida de una parte importante de su generación. La artista de 31 años fue coetánea de la revolución pingüina de 2006 y del movimiento estudiantil de 2011, simpatizó con ambos procesos, pero no estuvo involucrada en ninguno y hoy evalúa sus logros con distancia y escepticismo. En la entrevista, DJ Lizz hace un diagnóstico sobre la manera en que muchos jóvenes de hoy entienden lo que deben hacer para progresar. No habla de todos, sino de quienes nacieron y se criaron en poblaciones de las periferias urbanas, en hogares en donde hay un padre que golpea a una madre mientras la arrastra por el suelo, en barrios donde los vecinos trafican droga y en donde las escuelas son instituciones irrelevantes para la sobrevivencia futura. Una generación que accedió tempranamente a una ventana al mundo a través de internet. Para ellos, sugiere DJ Lizz, las estrategias posibles para prosperar en muchos casos están reducidas a dos actividades: el narco y la prostitución. No lo menciona como un lamento, sino como un hecho de la causa. DJ Lizz ahora es exitosa en lo que hace, gracias a que aprendió las lecciones del sistema: sacándole provecho a su aspecto físico para hacer dinero y ocupando la tecnología para darse a conocer. Las condiciones de vida que ella vivió como adolescente, sin embargo, no han cambiado, sino que se han profundizado en todo el país; un borde del sistema que cada vez se ensancha más, como un cuerpo extraño que crece y exige espacio.
DJ Lizz, como tantos artistas del género urbano, no es contestataria como lo pudo haber sido el punk en los 70 o como lo es el rap de Ana Tijoux. Su carrera se concentra en el relato de un modo de vida totalmente ajustado a las condiciones del entorno cotidiano tal cual es, acechado por la violencia y orientado al goce de la actividad sexual como escape, y el dinero como meta: “La música urbana es el reflejo de nuestra realidad (…). Es tan potente que se volvió como una fábrica de niños que quieren ser flaites y niñas que quieren ser putas”, reflexiona Dj Lizz.
Hace unos meses, un ejecutivo de radio me comentaba que ningún fenómeno de música juvenil anterior se compara con el éxito que tiene el género urbano chileno. Ni el pop de los 90 ni el de los 2000 logró la repercusión internacional y las cifras que tiene la camada de artistas nuevos dedicados a las distintas vertientes surgidas del reguetón. Es una generación totalmente inscrita en la era del streaming y las cuentas only fans de Instagram. Hay otro rasgo que lo caracteriza: a diferencia de la escena pop de la década pasada, la gran mayoría de sus exponentes surgieron de una clase trabajadora abandonada a su suerte, con muchísimos menos recursos culturales que sus predecesores. Son jóvenes, la mayoría varones, que además habitan una frontera difusa con la delincuencia, como queda explícito en la letra de sus canciones.
En noviembre pasado La Tercera publicó una nota titulada El trágico obituario de la música urbana chilena. El artículo hace un recuento del significativo número de muertes de artistas jóvenes del género en circunstancias violentas: casi 10 en cinco años. Todos ellos querían hacer dinero, alcanzar el éxito con su música. El acercamiento de las generaciones mayores a esta corriente suele plantearse desde una perspectiva moral -criticando la glorificación de la delincuencia, el sexismo o franca misoginia de las letras- o estética, juzgando la rudimentaria propuesta de las composiciones o el estilo de baile reconcentrado en la metáfora copulatoria. La curiosidad por comprender las lógicas internas del género es escasa.
La llamada música urbana es un síntoma bastante evidente de una forma de vida ignorada por los recientes discursos sobre la juventud, sobre todo por los de una izquierda esperanzada en un compromiso por lo colectivo, que repite consignas sobre Estado de bienestar o ideas afines, frente a una audiencia que no sabe ni tiene por qué saber en qué consiste tal cosa, porque nunca la vivieron, porque su relación con el Estado es poca y mala. Son mensajes progresistas que se escuchan vacíos desde los suburbios desangelados, en donde nadie puede subirse a la copa de un árbol para respirar hondo, simplemente porque no hay árboles, ni sombra, ni horizonte que atisbar. Hay una enorme cantidad de barrios, poblaciones y comunas en donde el progresismo debería tener algo que ofrecer, pero no lo tiene, porque sus dirigentes hablan en un idioma distinto al de los residentes, uno en el que los vecindarios se llaman “territorios” y el narcotráfico se enfrenta con huertos orgánicos.
La derecha, sobre todo la ultra, en cambio, tiene la ventaja de que pude hacer rimar su discurso individualista y su promesa de orden y de libertad condicionada por el ingreso monetario, con las expectativas de una juventud que perrea entre balaceras, soñando con zapatillas caras y autos de alta gama.
Había un universo que permanecía disimulado mientras el voto fue voluntario, pero que ya no lo estará más. El telón primero cayó sobre la ensoñación de un cambio social que no ocurrió, ahora se elevó nuevamente para mostrar que la transformación social en curso es otra, que no es nada de romántica, ni épica, sino mucho más iracunda y ruda como lo puede ser la letra de un reguetón, o como la vida de los jóvenes que cantan y bailan entre disparos soñando con la fama y con el placer que provoca poder comprar lo que una vitrina de lujo les ofrece.
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