Columna de Oscar Contardo: La mala conciencia
El jueves 31 de octubre de 2002, Francisco Javier Errázuriz, entonces arzobispo de Santiago, anunciaba a la prensa que su amigo el obispo Francisco José Cox había sido enviado a Alemania para evitar el escándalo que podía provocar su “afectuosidad exuberante”. Era la manera en que la jerarquía de la Iglesia católica, alertada por sus contactos en los medios de comunicación, se adelantaba al reportaje de Alejandra Matus que saldría publicado el domingo 3 de noviembre, en donde se daban los pormenores de todo eso que el arzobispo evitaba nombrar. También era la forma en que se desplegaban las defensas habituales de la institución para proteger a uno de los suyos, arropando al acusado y destinándolo a una residencia tranquila en Europa. Con el correr de los años entenderíamos que habíamos sido testigos de un procedimiento que usualmente se ejecutaba bajo sigilo: el de los traslados intempestivos de religiosos denunciados, que, sumado al uso de un lenguaje confuso formaba parte de la estrategia de los representantes de la Iglesia católica para zafar de acusaciones de abuso sexual. La lógica interna era considerar al agresor como un sujeto que había sido víctima de su propia debilidad. Gracias a la retórica religiosa un delito de interés público como los es abusar de un niño, niña o adolescente, era transformado en un pecado, y un criminal, en un simple pecador. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar? En ese marco el sujeto originalmente agredido era lo menos importante y en el caso de que reclamara o denunciara, era tratado como se hace con los sospechosos y los insolentes. Así funcionaba el esquema de defensa en una organización rígidamente jerarquizada en donde el valor de la obediencia es un eje rector, la función de “lo secreto” un foso que impide llegar a los hechos y la figura del sacerdote, la de un ser humano de cualidades extraordinarias.
El arzobispo Errázuriz nunca dejó de proteger a los sacerdotes acusados de su entorno. Ni a los vinculados al movimiento schoenstatt, ni a los curas del ala más conservadora de la iglesia. En 2010 los testimonios en contra de Fernando Karadima significaron el desplome del prestigio de la Iglesia católica relacionada con esa sensibilidad, la de los sacerdotes reaccionarios a los cambios sociales. Una lectura posible hecha con la distancia de las décadas es que los grupos religiosos menos conservadores percibieran la caída de Karadima como una oportunidad para tomar el testigo del poder. Pero la mugre estaba en todas partes y la política interna del encubrimiento y el disimulo también. En pocos años se conocerían las denuncias en contra de Cristián Precht, ex vicario de la Solidaridad; en contra de Jeremiah Healy, columbano progresista; de Juan Peretiatkowicz, ex vicario de la pastoral juvenil; de Miguel Ortega, ex capellán de La Moneda; y de Alfredo Soyza Piñeyro, ex asesor zonal de la Misión Joven en los años de Raúl Silva Henríquez. Todos ellos representaban a la Iglesia que resistió a la dictadura y tuvo una opción por la juventud más pobre y vulnerada.
Cuando se hicieron públicas las acusaciones contra Fernando Karadima, sucedió incluso que algunos sacerdotes jesuitas fueron requeridos por los medios para hacer declaraciones sobre lo ocurrido en la parroquia de El Bosque. Ellos hablaron sin revelar que dentro de la misma Compañía de Jesús había denuncias que no se habían hecho públicas. Analizaban la paja en el ojo ajeno con la habilidad mediática y el despliegue comunicacional que los caracteriza. En ese primer momento no fue una opción de la Compañía de Jesús sincerar las denuncias contra su ex provincial Eugenio Valenzuela, ni contra los sacerdotes Guzmán, Denegri o Ibacache; mucho menos mencionar los abusos cometidos en Chile por los ex jesuitas alemanes Wolfgang Statt y Peter Riedel. El costo de hacer esas denuncias públicas era y sigue siendo altísimo para los sobrevivientes. Basta recordar que sólo gracias a la valentía de una mujer teóloga el país se enteró que Renato Poblete -mentor de muchos, inspirador de tantos- lejos de ser un santo consagrado a los pobres no era otra cosa que un violador que acumuló poder haciendo amistad con los ricos y transformando la beneficencia en su escaparate social. El cura como un hechizo que no conoce restricciones.
Actualmente sólo la congregación salesiana supera en número de denuncias de abuso a la Compañía de Jesús.
Tal como ocurrió en Estados Unidos, Australia, Irlanda, Francia y Alemania, durante el proceso de develamiento de los abusos sexuales eclesiásticos lo que quedó al desnudo fue una organización tolerante a ellos. La crisis no ha sido la consecuencia ni del anticlericalismo, ni de los malos elementos que se colaban en un rebaño de virtuosos, sino el producto de una cultura interna y una manera en que los sacerdotes y religiosos se relacionan con sus seguidores, un clericalismo enamorado de su propio reflejo.
La crisis de la Iglesia católica reveló de manera cruda el portentoso poder que empieza en la figura de un sacerdote con acceso ilimitado a la intimidad y se extiende por una intrincada red de relaciones, como la telaraña que envuelve a una presa descuidada. Una institución con tantos recursos -políticos, económicos, comunicacionales- como para acallar miles de crímenes durante décadas y convertir a hombres como Karadima o Poblete en ídolos. Pensemos en los niños indígenas enterrados en fosas clandestinas en Canadá, en los muchachos sordomudos violados en un internado a cargo de monjas en Argentina, en las adolescentes irlandesas a las que les quitaban a sus hijos, en las que soportaban confesarse dentro de un mismo saco de dormir con su guía espiritual. Pensemos en todas las denuncias para las que no ha habido entrevistas de televisión, sino sólo un par de iniciales en un documento arrumbado en una oficina. Pensemos en el miedo de tantas personas haciéndose la misma pregunta ¿a mí quién me va a creer? Y luego respondiéndose en voz baja lo que no solo la Iglesia ha demostrado con su indolencia, sino también el Estado: no te va a creer nadie y si alguien te cree, nada va a cambiar, nadie va a ser castigado, porque la regla en este caso es y ha sido la impunidad.
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