Columna de Óscar Contardo: La medida de lo posible
Jeannette Jara, la ministra del Trabajo, lo había dicho en entrevistas con toda claridad: el sistema de AFP no le parece el más adecuado, desde su perspectiva lo ideal sería eliminarlo, pero en el Congreso no estaban los votos para ponerle fin. El camino debía ser otro, uno en el que el gobierno pudiera llegar a un acuerdo con la oposición para enfrentar una urgencia tan concreta como mejorar los miserables montos de pensión que recibe la mayoría de los jubilados y jubiladas de Chile. La reforma previsional fue aprobada; el gobierno pudo celebrar que al menos una de sus grandes promesas llegara a puerto; la candidata de la oposición sacó la voz después de mantenerse silente durante varias semanas para congratularse por el logro; las acciones de la Bolsa de Santiago subieron, y los dirigentes de extrema derecha -exaltados y altisonantes como de costumbre- insultaron a sus aliados y a sus adversarios por igual, porque no se había hecho su voluntad. La ministra Jara, militante comunista, había cumplido con su trabajo, que no es lo mismo que seguir al pie de la letra sus convicciones, sino la labor que básicamente debería ser la de todo político en democracia: defender sus ideas con argumentos e intentar avanzar llegando a acuerdos. Eso, que parece tan simple, está siendo mucho más difícil desde hace una década, no solo en nuestro país, un punto que suele pasarse por alto, basta ver lo que ocurre en el vecindario más próximo y en la nación más poderosa del mundo. Incluso, las democracias más estables están siendo tensionadas hasta el punto de que, vistas desde lejos, ninguna de ellas parece estar ofreciendo una promesa de futuro, sino más bien una amenaza de decadencia. El lugar desde donde emana un futuro a largo plazo -de orden económico y tecnológico- ya no está en Europa occidental ni en Norteamérica, sino en las antípodas chinas, y no es ni remotamente una democracia. Sobre los ingredientes globales de la crisis hay poco que se pueda hacer; sobre los elementos autóctonos que han contribuido en el desprestigio de las instituciones, es posible intervenir algo más.
El rol que ha cumplido la ministra Jara -como el ministro Marcel y la ministra Tohá- ha sido fundamental a la hora de apuntalar a un gobierno encabezado por una generación política sub 45 de izquierda que llegó al poder de manera inesperada, con un discurso que enfatizaba y prometía un cambio enérgico en el modelo económico, social y cultural. Ellos sabían cómo hacerlo, y conocían, además, las razones del porqué quienes debieron haberlo hecho antes no lo llevaron a cabo. Ese fue parte importante del discurso previo a la campaña presidencial. El resto era una sumatoria de causas que agitaban sin parecer haberle tomado el peso a la recepción que estaban teniendo en la opinión pública. El fracaso de la primera Convención Constituyente en 2022 le bajó el telón a esa voluntad. La falta de reflexión sobre aquella derrota continuó reverberando en un vacío que nadie ha sabido llenar y que le ha dejado espacio a un falso patriotismo de raíz reaccionaria y discurso tóxico. En lugar de encajar la derrota con inteligencia -lo que incluye introspección sobre los errores-, lo que vimos en adelante fue un penoso deambular hacia ningún lado, dando tumbos sobre sus propias promesas y exhibiendo una descarnada incapacidad de autocrítica, de disciplina y trabajo. Las virtudes generacionales reconcentradas en el grupo dirigente del Frente Amplio que se veía a sí mismo como diferente a sus predecesores de izquierda, con atributos tan largamente exhibidos desde 2011, se fueron desplomando en la medida en que pasaban los meses en el poder, con una celeridad digna de mejor causa. No existía la densidad sugerida, ni el conocimiento de la historia -del país, del pueblo de Chile, de la izquierda- de la que solían jactarse, ni de la manera en que articularían las muchas causas prometidas en un escenario como el actual. Existía el ansia, pero no la capacidad de gobernar. Lo que también había era una inagotable fe en sí mismos, en sus atributos para la gimnasia mediática y en la capacidad de desentenderse de los compromisos de campaña y reemplazarlos por una gesta comunicacional tan torpe como melosa, sostenida por el culto sectario a la amistad malentendida, a las lealtades internas de clase y género -tan poco coherentes con su discurso, además- y la sobreexplotación de la puesta en escena de una figura presidencial de cercanía excesiva e informalidad exagerada, que a estas alturas ya resulta empalagosa. La emocionalidad como material de trabajo para conectarse con el electorado está desbordada, y no es exactamente el campo de juego en el que se puede ganar algo, porque quienes secuestraron el descontento y la rabia circulante están en la ultraderecha, y quienes más perderán si ese sector llega al poder no serán los que ahora lo ostentan, sino justamente quienes fueron defraudados por este gobierno. De apelar a la esperanza, mejor ni hablar: la reventaron y la siguen reventando con errores como la fallida compra de la casa de Guardia Vieja, en donde una docena de abogados no fue capaz de advertir una dificultad del tamaño de la Constitución, la misma que no pudieron reemplazar.
Lo que lograron esta semana los ministros Jara y Marcel no lo podría haber hecho alguien cuya voluntad hubiera sido pasar a la historia como el verdugo del neoliberalismo, o alguna gran gesta de lucimiento propio. La aprobación de la reforma de pensiones -con todas sus limitaciones, porque los ministros son hábiles, pero no magos- ha sido el fruto de un carácter distinto, el de una generación política anterior a la de los viejos-jovencitos de 2011, una generación que pese a todas sus pifias entiende lo que es el rigor y la disciplina, virtudes ambas que en muchos despachos y pasillos del gobierno han campeado por su ausencia.
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