Columna de Óscar Contardo: La mejor impresión

Exalumna de Colegio Cumbres denunció abuso sexual en contra de Legionarios de Cristo
Fachada del colegio Cumbres, de Las Condes.


Queremos creer que los monstruos son horribles a simple vista, y que nosotros podríamos reconocerlos de inmediato, en cuanto nos topáramos con alguno. Es un pensamiento que nos tranquiliza y, en apariencia, nos pone a salvo. En las obras de arte estas criaturas suelen ser representadas como personajes evidentemente perturbados, o al menos desagradables en su trato, sujetos que toman distancia del resto y que como lectores o espectadores podemos identificar fácilmente. Un monstruo no puede ser, por ejemplo, un hombre joven, deportista y exitoso que un día decide ir de vacaciones a una isla de Tailandia acompañado de otro hombre al que presenta como su amigo, pero a quien acabará matando y descuartizando. Eso hizo hace unas semanas el cocinero español Daniel Sancho con el cirujano plástico colombiano Edwin Arrieta. Según el mismo Sancho confesó, golpeó al médico colombiano hasta dejarlo inconsciente, luego lo desmembró y repartió las partes de su cuerpo entre un vertedero y el mar. La prensa recogió las impresiones de los amigos del asesino, describiendo sus virtudes. La reacción de parte de la opinión pública sería la de una simpatía mal disimulada: algo debió haber hecho la víctima para que Sancho cayera en el trance que lo llevó a planear su muerte. Qué necesidad había: tiene dinero y, además, es hijo de un actor famoso.

Una mujer me contó hace poco tiempo que en los 70, poco después del Golpe y por razones sociales, conoció al entonces general Manuel Contreras. Fue un encuentro casi doméstico, que se repitió un par de veces. Para ella era simplemente un militar, un pariente de alguien con quien mantenía una relación amistosa, un señor amable y encantador. No había una solución de continuidad entre el personaje que ella vio y el hombre que, pasados los años, sería condenado de manera sucesiva por crímenes atroces ejecutados con total frialdad y planificación.

Todos podemos ser adorables a la hora del cóctel o en la sobremesa, incluso los monstruos, sobre todo los monstruos. Más aun cuando logran entrar en un círculo de poder que los respalda o en una institución que los protege de las consecuencias que podrían llegar a tener sus conductas abusivas o criminales. Hay ocasiones en que ellos mismos alcanzan la categoría de signo de pertenencia, estar cerca de ellos brinda un estatus. Cuando eso ocurre, el escudo protector funciona de manera impecable, como en el caso del sacerdote Renato Poblete, que murió acunado como un santo por su congregación, condecorado por el gobierno, canonizado por los medios gracias a una red de periodistas que jamás hizo ni la más mínima autocrítica sobre su responsabilidad en el asunto: con sus coberturas y entrevistas ayudaron a un violador a presentarse frente al mundo como un personaje admirable. Hay otros casos en los que ese escudo se fisura tardíamente y la justicia logra apenas rozar al criminal, como en el caso del sacerdote Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo. Maciel supo a quiénes mostrarles su mejor rostro para lograr diseñar una organización a la medida de todo eso que no exhibía públicamente. Lo mismo que Fernando Karadima entendió que, en su rol de sacerdote, podía entrar en la intimidad de las personas poderosas de su entorno y sacar provecho de ello. Gracias a su investidura religiosa podía conocer sus secretos y esperanzas, estar al tanto de sus debilidades, ofrecerles perdón y el beneficio de una certificación divina a sus certezas mundanas. Maciel, como tantos otros, avanzó y prosperó en un modelo de desarrollo organizacional que se lo permitía: por cada denuncia en su contra hubo legiones de religiosos y laicos cercanos dispuestos a silenciar a las víctimas, dificultar la difusión de las acusaciones y protegerlo de cualquier castigo. Una historia que se repite en distintos países, en diferentes congregaciones, entre laicos conservadores y progresistas. Siempre habrá personas que defenderán ciegamente al cura acusado. Naturalmente, están en todo su derecho de hacerlo, el problema es que, además, se esmeran en desacreditar a los denunciantes y a quienes los apoyan, desprestigiándolos, cerrándoles puertas o haciéndoles llegar mensajes de advertencias que suenan demasiado parecido a las amenazas. No creo que la fe religiosa consista en eso.

Todos tenemos derecho a la presunción de inocencia en el caso de ser acusados de un delito. Es cierto. El problema en la más reciente denuncia por abuso de una exalumna del colegio Cumbres en contra de un grupo de religiosos de la congregación Legión de Cristo son los antecedentes históricos a la vista. Desde Marcial Maciel hasta John O’Reilly, el patrón ha sido el mismo, reiterado hasta el hartazgo: denuncias entrampadas en la rígida y cerrada defensa corporativa de una organización con vigorosas redes de poder político, económico y mediático.

La dificultad para reconocer a los monstruos cuando los tenemos al frente es un flanco sobre el que no nos gusta pensar, porque no sabemos cómo remediarlo: hay asesinos o encubridores de ellos que pueden resultarnos encantadores y nada repugnantes, sobre todo cuando parecen creer en lo mismo que nosotros, frecuentar los mismos salones y compartir convicciones. La confusión se vuelve mayor cuando ejercen una bondad que se esmeran en difundir, y apelan a una rectitud moral que se logra con rigor y disciplina. La alternativa sería vivir en la sospecha, una posibilidad agotadora. Tal vez lo único que nos queda para evitarlos, o al menos para no dejarnos embaucar, es ceñirnos a los hechos, los antecedentes y al historial de las organizaciones que suelen frecuentar; el registro acumulado por las instituciones que estas criaturas habitan, porque les brindan un poder que de otro modo no tendrían, que les permiten actuar con impunidad y gozar de la protección de un ejército leal dispuesto a convertir a las víctimas en victimarios y a los abusadores, en mártires.

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