Columna de Óscar Contardo: La memoria de lo absurdo
En 2004 entrevisté a Patricio Bañados. Yo preparaba un libro sobre la cultura popular en dictadura y necesitaba su testimonio. Me citó en un café cerca de la radio en la que trabajaba. Cuando me enteré de su muerte el domingo recién pasado, recordé esa conversación y la encontré transcrita en mi computador. Tal vez porque la noticia de su muerte la supe justo cuando se daban a conocer los resultados de la elección de consejeros constitucionales, pensé que el acto de vivir era poco más que una extensa jornada de resistencia al absurdo, y en el absurdo como una sigilosa plaga de la que es muy difícil escapar, sobre todo aquí.
Me gustaría recordar más detalles de aquel encuentro con Bañados, cosas como si el día estaba soleado o nublado, o si llevaba abrigo. Ahora que lo pienso, él era de esas personas que uno siempre recordará vestido para un clima frío caminando en medio de un decorado inglés. En parte, su rol en los medios fue acercarnos a una fantasía: la de habitar un lugar mejor al que nos tocó, un sitio en donde la historia estuviera al alcance de la mano y la confianza en el interlocutor fuera algo que diéramos por descontando. Hablaba con la voz profunda que uno ya le conocía, cordial, pulida hasta el tono preciso, sin los remilgos de otros locutores, levantando una ceja para subrayar las sutiles ironías, torciendo la boca para burlarse de los momentos amargos. No se quejaba, simplemente contaba los detalles de un oficio que le había tocado desempeñar después de dejar sus estudios inconclusos de Derecho. Me contó sobre su labor en los medios como parte de la generación pionera en hacer televisión. Hablaba como un trabajador evaluando lo que había sido su carrera en determinado momento.
Bañados formó parte del equipo encargado de la transmisión del Mundial del 62. Eso lo enorgullecía. Dejó Chile a mediados de los 60, vivió en Europa y Estados Unidos, y regresó cuando la dictadura se estaba instalando. El país era otro, dijo. ¿En qué se notaba? Le pregunté. Me respondió que en “la actitud de la gente”. Mencionó la arrogancia de un círculo social y una violencia contenida, que no llegaba a afectarlo directamente, al menos hasta que comenzó a negarse a obedecer a una verdad oficial, como cuando cubrió la Copa Davis en Suecia para TVN, o más bien Canal 7, como se decía en esos años, y el régimen ordenó describir las protestas de los exiliados chilenos fuera del estadio como hordas de violentistas que los habían amenazado. Él sencillamente mencionó al aire que habían tenido una jornada agradable. Luego recordó el modo en que funcionaban los controles internos en los canales. Me habló de la censura, de la arbitrariedad ridícula de cortar series históricas, como una que describía la caída de los Romanov, para no mostrar a los comunistas como triunfantes. Un mundo de listas negras y programas de concursos. Un canal católico que ignoraba al cardenal y uno público en donde no se podía escuchar a Violeta Parra. La valentía de Patricio Bañados consistió en decir muchas veces que no: mientras leyó noticias jamás le otorgó el rango de presidente a Pinochet, no le agregaba el “presuntos” a los detenidos desaparecidos, tampoco se prestó para difamar a Frei Montalva cuando lideró el acto que se oponía a la Constitución plebiscitada por la dictadura, y declinaba acudir en procesión a saludar al dictador el día de su cumpleaños, como sí lo hacían, con mayor o menor entusiasmo, las figuras de la televisión de la época. Bañados, sin embargo, estaba lejos de ser un rebelde, ni siquiera era alguien que podría considerarse de izquierda. Era sencillamente un trabajador con una ética, y eso, en ocasiones, sobre todo en años como aquellos, podía ser un acto temerario. Finalmente lo despidieron. Estuvo siete años cesante, y solo pudo volver a la televisión como voz de una colección de libros que se vendían por facsímiles, y luego, como rostro de margarina Krona, un producto que se publicitaba como el favorito de los desayunos británicos. Yo recordaba ese comercial porque él aparecía en Londres. “Por eso cobré bien”, me dijo sonriendo y levantando la ceja.
El domingo pasado muchas de las personas que resultaron electas para el Consejo Constitucional consideran ejemplar al régimen que hizo de los noticieros de televisión una expendedora de mentiras que duró 17 años; justifican, además, el daño provocado a miles de personas -detenidas, torturadas, desaparecidas- por los organismos de represión, y defienden a los autores de crímenes insoportables de detallar. Algunos de quienes estarán a cargo de elaborar el segundo proyecto para reemplazar la Constitución vigente sostienen que la libertad consiste nada más que en elegir qué comprar y qué vender. Asimismo, invocan una religión para obligar al resto a conducirse como ellos decidan, y la olvidan cuando se trata de compadecerse y estar del lado de los más débiles. Muchos de ellos estarían satisfechos con recrear ese mundo, el de la dictadura, que evocan con nostalgia, uno en el que describir la realidad podía ser un acto de heroísmo, y seguir el dictado de la propia conciencia, como sucedió con Patricio Bañados, una causal de despido. La semana pasada murió un hombre, un trabajador que llegado el momento hizo lo correcto. Ocurrió el mismo día en que avanzamos un poco más hacia el terreno del absurdo, tal y como ha sucedido cada vez que hemos querido imaginar un lugar mejor y más justo, para vivir y convivir. El domingo pasado, por último, murió también algo mucho más grande y profundo, algo tan inabarcable como la memoria de nuestros propios fracasos.
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