Columna de Óscar Contardo: La moda mata
Miro fotos antiguas para reparar en la ropa de otro tiempo. Fotos como las que tomó Armindo Cardoso durante la Unidad Popular, en los 70, en donde casi nadie lleva jeans, ni zapatillas deportivas, y en lugar de parkas, la gente en las calles posa usando pesados chaquetones abotonados. De vez en cuando leo libros sobre ropa, publicaciones como las de Pía Montalva o Juan Luis Salinas, colmadas de palabras que remiten a una época de modistas de barrio y sastrería a la medida, palabra como cretona, popelina, organdí, muselina o pintora, expresiones como pied de poule o verde musgo. Tengo un amigo que es capaz de distinguir el azul cremoso del celeste y un padre orgulloso de que un abrigo acumule décadas como si fueran condecoraciones. Me gusta ver la ropa de los otros, sobre todo de la gente que tiene un gusto que a mí se me hace esquivo, admiro telas, cortes y estampados. Me gusta halagar a los bien vestidos, porque a mí se me hace cuesta arriba elegir qué ponerme, así que siempre me visto igual, me aburren las tiendas. No tengo una mirada moral sobre comprar o no comprar ropa, para mí significa una actividad a la que me cuesta exponerme por el tedio de elegir y probar. Me interesa la ropa de los otros como rastro, como artefacto de civilización que deja una huella ancha en el tiempo que se extiende y se bifurca por caminos insospechados.
En las memorias de Stephan Zweig la ropa que usaban los adultos durante su infancia parece una señal de prisión, menciona los alzacuellos, la marquesota y las levitas vienesas en los varones y los cuellos cerrados hasta el mentón, las cinturas encorsetadas, la enaguas y camisas y camisolas cubriendo los cuerpos de las mujeres por completo. Señales de una ruda disciplina de los cuerpos acompañada de decenas de detalles: barbas recortadas para dar la idea de autoridad, en los hombres; peinados altos, sombreros y horquillas para exhibir distinción en las mujeres.
La ropa como envoltura de los cuerpos, como señal de pertenencia, como identidad, pero también como síntoma de una economía y de una forma de vida. En Santiago, por ejemplo, las fortunas de las industrias textiles dejaron una huella urbana muy concreta levantando no sólo fábricas y mansiones, sino también barrios para las familias de los trabajadores, poblaciones que perduran hasta hoy como el eco de un mundo que se evaporó con las transformaciones políticas, tecnológicas y los cambios en el modelo de desarrollo. Los apellidos Yarur y Sumar despiertan un universo de referencias para las generaciones nacidas antes de los años 90. Hubo una era de la extinción en la que desaparecieron las modistas de barrio, las máquinas de coser domésticas, los huevos de madera para zurcir calcetines y la idea de una prenda como algo perdurable que eventualmente se remienda. La relación con la ropa y el calzado iría cambiando de manera acelerada, a la velocidad que imprimen los nuevos tiempos, cuando dos colecciones por año no son suficientes para satisfacer una máquina de hacer dinero de geografía difusa y global: marcas europeas fabricando prendas en Asia o África a costo de mano de obra esclavizada, para venderlas a precios bajos en cadenas de nombres que prometen una ilusión de juventud, carácter y autonomía de obsolescencia programada; ropa sintética que necesita renovarse constantemente para no perder el efecto anhelado. La llamada fast fashion o moda rápida encumbró nuevas marcas, forjó fortunas y escaló hasta transformarse en una de las industrias más contaminantes del planeta: provoca el 10 por ciento de las emisiones de carbono y el 20 por ciento de las aguas residuales. Todo para que al final de una temporada el 85 por ciento de esa ropa termine en vertederos como los del desierto, en el norte de Chile, que mostró esta semana la prensa europea. Sólo en el norte de nuestro país hay al menos 39 mil toneladas de fibra sintética que tarda dos siglos en descomponerse, esparcida en enormes paños de terreno. Ropa arrojada a tajo abierto, formando montañas o lanzada a los océanos, en donde el 35 por ciento del microplástico proviene de prendas de vestir, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
Veo en un anuncio de Instagram una marca de ropa que apela a sus potenciales clientes con un mensaje seductor, que más parece un desafío: “Atrévete a ser tú mismo y sentir que perteneces; sé tú mismo aquí y ahora”. Nada en el mensaje alude específicamente a los productos en venta -pantalones, chaquetas, poleras, blusas-, todas las frases son una especie de propuesta de autodescubrimiento, el fantasma de un deseo que nunca se satisface del todo. Ni siquiera aparece la palabra “compra” ni la palabra “ropa”, sino una carnada de plenitud futura que siempre se está desplazando un poco más allá y que tiene como reverso oculto el trabajo precario en países pobres y la contaminación global. Miro las imágenes de la campaña publicitaria, muchachos y muchachas vestidos para ser originales y únicos, esperando descubrir “quién serás mañana”. Lo que lleguen a ser es lo de menos, lo realmente importante es que habitarán en un mundo en donde todas las nuevas tendencias confluyen en un vertedero de desechos, un pozo tóxico a la medida de una civilización que se mueve entre el derroche, la basura y una promesa perpetua de vitalidad vestida para la muerte.