Columna de Óscar Contardo: La mortaja constitucional
Si la Constitución vigente representa un modelo de orden rígido, asegurado por una armadura repelente a los cambios, la propuesta que se plebiscitará en diciembre tiene los rasgos de una mortaja que inmoviliza un cuerpo muerto. Los candados se refuerzan, llevando temas que deberían ser discusión legislativa a un estatus constitucional mayor, en materias que van desde pensiones hasta el currículo escolar, pasando por sistema de salud y derecho a huelga. La libertad de elección, bandera de lucha de las derechas, queda consagrada sólo para la minoría que tiene ingresos para ejercerla, para el resto, lo de siempre. El sector político más ultraconservador del Consejo Constitucional elaboró un texto a la medida de su particular manera de ver el mundo, una en que la palabra nación se escribe con una “N” mayúscula -así aparece en el texto sin justificación de estilo- y en donde se les hace una zancadilla a los derechos reproductivos de las mujeres y a los derechos de niños y niñas. Una red de artículos dispuestos para dejar en entredicho avances legislativos anteriores en materias de derechos sociales, y limitar al mínimo cualquier debate futuro al respecto, porque para modificarlos será necesario un quórum altísimo. Quienes dicen que votarán a favor, pero con reparos, lo saben muy bien.
La misma elaboración del proyecto significó una bajísima tolerancia al debate de ideas argumentada por parte de la mayoría de derecha. Los ejemplos fueron nítidos, como el relatado por el abogado experto Gabriel Osorio en las intervenciones finales. Osorio apuntó que lejos de dar estabilidad, la propuesta significará una mayor fragmentación política -observación refrendada por otros constitucionalistas- y, por lo tanto, inestabilidad. A propósito de este tema, Osorio recordó que la configuración del Congreso nacional presentada por las derechas ni siquiera fue elaborada con índices técnicos en base a evidencia: cuando en su oportunidad le preguntaron a la presidenta del Consejo, del Partido Republicano, cuál era el índice de igualdad del voto que la sustentaba, no hubo respuesta. Lo único que hubo, después, fue una metáfora burlona sobre los límites de velocidad en carretera en boca de otro consejero republicano.
El proceso iniciado en 2019, como respuesta a la grave crisis social, tenía como objetivo un nuevo pacto que reflejara las demandas insatisfechas por una esclerosis política crónica. La apuesta fue que eso se resolvería reemplazando la Constitución vigente por una nueva, legitimada democráticamente y que se ajustara a las condiciones y desafíos en curso. El acuerdo suponía que era necesaria una nueva distribución del poder.
El fracaso de la primera propuesta constitucional se explica por la confluencia de varios elementos: una conducción deficiente que no supo leer el clima de la opinión pública; una sobrecarga de aspiraciones sectoriales que acabó nublando el objetivo central, y una oposición despiadada que amplificó cada uno de los conflictos al interior de la Convención. El sector que fue mayoría en la Convención no fue capaz de manejar el poder que tuvo en las manos, ni entender que no solo había que elaborar un texto, sino, además, lograr que este fuera refrendado por un plebiscito que sería antecedido por una campaña en donde la minoría interna volvería a tener una voz contundente. El segundo proceso ha sido una especie de reflejo invertido del primero. Allí donde antes hubo una mayoría colorida, bulliciosa, performática y demandante de atención, ahora había una bien comportada, que se movía entre el beige, el tweed y el azul marino, más discreta en sus modos y disciplinada en sus vocerías. La primera reaccionaba a la crisis del estallido; la segunda, a la demanda de orden y seguridad provocada por la crisis de seguridad desatada tras la pandemia. La primera quiso encarnar las aspiraciones de un pueblo con muchas banderas, representar grupos habitualmente ausentes de los espacios en donde se toman las decisiones y que en esta coyuntura aspiraban a incidir en el rumbo del futuro de Chile; la segunda intentó borrar el rastro de la anterior, reinterpretando las demandas de cambios como una suerte de combustible para la violencia, imponiendo por la vía constitucional su idea de amor al país a través de artículos como el siguiente: “Los chilenos tienen el deber de honrar a la patria, respetando las actividades que dan origen a la identidad de ser chileno, tales como la música, artesanía, juegos populares, deportes criollos y artes, entre otros”. El patriotismo como un conjunto de actividades recreativas.
La propuesta presentada por el Consejo no fue el fruto del diálogo amoroso que prometieron quienes fueron los rostros de la campaña del Rechazo del plebiscito pasado. Las palabras de la consejera Ivonne Mangelsdorff, de la mayoría de las derechas, lo demuestran. En su última intervención, Mangelsdorff calificó a sus adversarios políticos de mentirosos y ladrones, usando una cita a Margareth Thatcher. Ese gesto resume el ánimo con el que una mayoría conservadora enfrentó el desafío de redactar una nueva Constitución que el propio Luis Silva, el consejero republicano más votado, describió francamente como de derecha. No es una propuesta elaborada pensando en el país, es el texto de un sector que en lugar de ofrecer flexibilidad y adaptación a los cambios presentes y futuros, vio la oportunidad de blindar un sistema agotado y reforzarlo con esteroides.
Independiente del resultado del plebiscito de diciembre, el horizonte de un nuevo pacto social iniciado en 2019 ya no existe más. La vía de una nueva Constitución está agotada. Ninguna de las demandas que originaron el proceso ha sido resuelta, la distancia entre la clase política y la ciudadanía general no disminuyó. Muy por el contrario, la desconfianza en las instituciones cunde, el desprestigio de los partidos políticos avanza. Razones hay de sobre para que así sea.
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