Columna de Óscar Contardo: La muerte del poeta

Pablo Neruda


Después de alcanzar la gloria pronto se asomó la muerte.

En octubre de 1971, la organización del Nobel anunciaba que Pablo Neruda había sido el galardonado en la versión literaria del premio. El poeta era en ese momento el embajador en Francia del flamante gobierno de la Unidad Popular. Dos meses más tarde asistiría a la ceremonia de entrega en Estocolmo. El mundo se rendía ante su obra. En noviembre de 1972 Neruda regresó a Chile desde París. Fue un viaje sigiloso, sin aviso previo, que tomó por sorpresa a sus cercanos, a la Cancillería y a la prensa. Se le veía enfermo, cojeaba. Padecía un cáncer a la próstata, pero eso no se mencionaba en público, prefería bromear con que rengueaba por los efectos de la gota. En diciembre de ese año el gobierno organizó para él un homenaje en el Estadio Nacional. La recepción multitudinaria que las autoridades esperaban no resultó serlo tanto: había espacios vacíos en las graderías y el espectáculo preparado resultó desabrido, escolar. Volodia Teitelboim escribiría que aquel acto “nos dejó a todos cierta sensación de hielo. El poeta estaba enfermo y al país lo habían enfermado, inyectándole desde fuera toneladas mortales de rencor”. Neruda se recluyó en su casa de Isla Negra y en febrero de 1973 renunció al cargo de embajador en París. No volvería a Europa. Pasaron los meses, el país se agitaba, llegó septiembre y el mundo en el que el poeta había vivido hasta ese momento se acabó de golpe.

El artista de talento desbordante, el hombre gozador, el mujeriego empedernido, el militante político excepcional, el varón de las altas cumbres y el de las miserias disimuladas por el aplauso constante fue testigo de un final amargo, que como un maleficio alcanzó su vida hecha para grandes gestas. El hechizo lo arrastraba hacia la oscuridad en la que suelen morir muchos de los talentos privilegiados del país, aplastados por un peso que los condena. En qué habrá pensado durante esos días, cuánto supo de lo que estaba ocurriendo. El 19 de septiembre de 1973, Neruda fue trasladado desde su casa en la costa a la Clínica Santa María de Santiago, en donde murió 12 días después del Golpe de Estado. Ya imperaban el miedo, la cerrazón y una vida diaria hecha de murmullos.

El poeta José Ángel Cuevas escribiría sobre las consecuencias de lo acontecido en adelante en Chile: Los países quedan heridos/pasan largo tiempo sin recuperar el habla/deben aplicarse electroshock, someterse al olvido, beber/ beber, hablar de otra cosa.

Ha transcurrido medio siglo. La penumbra se extiende.

Esta semana el informe de un grupo de expertos forenses confirmó que en el cuerpo de Pablo Neruda al momento de su muerte había rastros de Clostridium botulinum, una bacteria que una vez inoculada en el organismo humano provoca severos daños en el sistema nervioso. El microorganismo, que potencialmente puede ser utilizado como arma biológica, libera una toxina que puede ser letal en pequeñas cantidades. La forma en la que esa bacteria llegó al organismo del poeta no es clara. El estudio de los científicos es un antecedente más que se suma a otros tantos que maneja la jueza que investiga la causa de muerte de Neruda, un proceso que ya cumple 12 años y que fue abierto después de que el chofer que trasladaba al Nobel de Literatura entre su casa en Isla Negra y la Clínica Santa María de Santiago mencionara que no había muerto de la enfermedad que padecía, sino que había sido envenenado. El expediente del caso es reservado y los detalles sobre cómo se habría producido ese eventual envenenamiento se desconocen, lo único claro hasta ahora, además de la presencia de la bacteria, es lo que nos indica la historia abierta a partir del 11 de septiembre de 1973: no sería extraño que Neruda se hubiera convertido en un blanco para el régimen que se instalaba en el poder. En la lógica inaugurada con el bombardeo a La Moneda y que se impuso en el ambiente lo mismo que un gas tóxico se esparce en el aire, la persecución de quienes habían apoyado al gobierno de la Unidad Popular era un deber y una necesidad patriótica. Bajo esas coordenadas había razones poderosas para intentar deshacerse del más universal de los chilenos lo más pronto posible, y pese a que su deterioro físico le impediría asumir un rol público. La posibilidad del exterminio no es descabellada, la de que hubiera existido una operación para hacerlo y un pacto de silencio para ocultarlo, tampoco. Existió una burocracia destinada a ese objetivo y un cerco de protección que aseguraba la impunidad; ese ha sido el guion de miles de casos de ejecuciones, desapariciones, torturas y detenciones cuyos responsables no han recibido castigo alguno. Las inmensas dificultades que ha tenido la justicia en avanzar demuestran no solo la eficiencia de la maquinaria montada, sino también la cantidad de voluntades involucradas en entorpecer ese avance. En los informes de desaparición y tortura es posible leer que todas las variedades del espanto fueron ensayadas, y se desprende que hubo demasiadas personas dispuestas a colaborar para que eso fuera posible. Lo realmente improbable, lo que con el paso de las décadas aparece como una tarea cada vez más dificultosa, sigue siendo llegar a la verdad, recuperar el habla y poner algo de luz en donde sigue habiendo tantas sombras.

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