Columna de Óscar Contardo: La nueva crisis moral
La marcha en reversa continúa. Primero fue cierta izquierda conservadora, que goza de los aplausos de los adversarios, la que desenterró expresiones como “temas valóricos” para referirse a demandas de derechos humanos y reproductivos, desdeñando de paso las causas feministas y LGBTI, torciendo conceptos a su conveniencia y camuflando sus fobias. Ahora ha llegado el turno de los ultraconservadores reales, los que no disimulan ni se toman la molestia de escribir retóricas con pie de página para justificar sus arbitrariedades, ellos solo enuncian un peligro como quien alerta al servicio doméstico sobre una mancha en el mantel. El momento elegido ha sido nada menos que la inauguración del Consejo Constitucional. Beatriz Hevia, representante del Partido Republicano, asumió la presidencia del consejo con un discurso que hundía varias estacas sobre el cuerpo moribundo de una esperanza progresista, resucitando la idea de que el problema del país, y por lo tanto el que ella y sus pares consejeros debían subsanar, no era tanto un pacto de convivencia roto, sino el de una “crisis moral” generalizada. Hevia habló evocando una fórmula, la de “crisis moral”, usada por última vez en 1991, en la carta pastoral de Carlos Oviedo, recién nombrado arzobispo de Santiago. Lo mismo que Oviedo, la consejera desanimaba con su discurso cualquier voluntad de cambio.
En aquel documento de 1991, el arzobispo le hablaba a un país abrumadoramente católico que enfrentaba las tensiones entre el recién asumido gobierno democrático y el régimen saliente. La nueva oposición había perdido las elecciones, pero conservó un inmenso poder. La pobreza asediaba a gran mayoría de la población, la salud pública estaba en ruinas, la educación pública abandonada y el nuevo oficialismo debía avanzar en puntillas para no despertar la furia de un general Pinochet que aún se sentía a sus anchas a la cabeza del Ejército. Mostrar los horrores de la dictadura en la televisión abierta seguía representando un problema editorial de proporciones, y para los periodistas de los grandes medios exigirles cuentas a las autoridades -nuevas o antiguas- era un hábito considerado insolencia. Sin embargo, para el obispo Oviedo nada de eso era una fuente de preocupación, el problema de los chilenos y chilenas era otro: la “creciente inmoralidad que se percibía en un erotismo malsano”. En su carta pastoral también indicaba, al final de una enumeración, “la deshonestidad en la administración de los negocios”, pero esa frase rara vez era destacada por la prensa. Lo que sí tuvo una enorme repercusión fue la idea de que los chilenos y chilenas enfrentaban un desafío moral de proporciones, reconcentrado en la sexualidad.
El arzobispo Oviedo -quien murió en 1998 sin enfrentar una denuncia de abuso en su contra dada a conocer en 2020- logró darle un giro a la conversación pública; el gran problema en adelante no sería el de las deudas sociales inmensas que dejaba la dictadura, tampoco indagar en la responsabilidad de los crímenes cometidos por el régimen, el verdadero problema según él, era de otra naturaleza. Luego de que la carta pastoral fuera difundida, vinieron las entrevistas: al propio Oviedo, a cada uno de los obispos que quisieran apuntalar su opinión, a los políticos, a los líderes de opinión (conservadores) e incluso a Lucía Hiriart de Pinochet, quien durante un aniversario de Cema Chile -una fundación que en dictadura lucró vendiendo terrenos donados por el Estado- manifestó su disgusto advirtiendo que “no se podía confundir libertad con libertinaje”. Nadie jamás determinaba en qué consistía la llamada “crisis moral”, ni cuáles eran las razones para que el fenómeno cobrara tanta importancia, sin embargo, había grupos ultraconservadores organizando seminarios en universidades en donde advertían sobre los peligros de las ideas foráneas. Recuerdo que en uno de ellos demonizaban las causas medioambientales, argumentando que la ecología era una especie de desvío amenazante para la juventud, lo mismo que el heavy metal y el pelo largo en los varones. El poder de la carta pastoral llegó incluso a la encuesta CEP de ese año, que incluyó preguntas sobre los “temas valóricos” como una forma de constatar que el susto del arzobispo tenía un eco demográfico. Fue tal el impacto del documento, que su eco permaneció hasta la década siguiente.
El espíritu de la “crisis moral” noventera no sólo frenó discusiones pendientes, como una ley de divorcio y una de aborto, la despenalización de la homosexualidad masculina, sino también una extensa lista de prohibiciones y escándalos absurdos: una viñeta minúscula en una agenda provocó la salida de una subsecretaria; fueron censuradas revistas de cómic, películas (de Almodóvar, Bigas Luna y Scorsese) y exposiciones de artes visuales; hubo bandas de rock acusadas de satánicas, un programa de educación sexual frenado con alharaca y un grabado convertido en sello postal, repudiado por las autoridades, porque el artista no retrató como se debía al prócer Simón Bolívar. Hubo personas que, en nombre de la patria, se organizaron para ir a detener una obra de teatro porque suponían que mostraba algo que no mostraba, amenazar a los actores involucrados y difundir con volantes la orientación sexual de la directora del montaje, como si se tratara de una criminal. Todos quienes acusaron y maltrataron a cada una de las personas que acudieron a ver la obra estaban convencidos de que estaban haciéndolo por el bienestar del país y por su futuro.
El espíritu de aquella crisis moral está de vuelta, sólo que en otras circunstancias y para disimular otras demandas. Ahora el problema no es el de partidos débiles desconectados de la realidad del país, ni el de dirigentes y representantes que difunden bulos para desprestigiar contrincantes y ganar votos, o montan espectáculos penosos usando el Parlamento como decorado de su propio circo. El problema no son los cambios que no se han hecho para satisfacer las demandas sociales aplazadas, ni la desconfianza crónica de los ciudadanos en las instituciones que sostienen la democracia. El problema es otro, nos indicó en su discurso la presidenta del recién establecido Consejo, y tiene su raíz en la necesidad de volver a considerar que el respeto a la autoridad es sinónimo de obediencia y que esto implica acatar sin titubeos a una jerarquía que no conoce de responsabilidades. Esta nueva vida de la llamada “crisis moral” impregnará el trabajo del Consejo y elevará al rango constitucional una forma de ver el mundo en donde todo cambio es sospechoso, y el valor de la democracia es tan secundario y relativo como ha demostrado ser para algunos el valor de la verdad de los hechos.