Columna de Óscar Contardo: La puerta del horno
La conformación de la Convención Constitucional significó la posibilidad de que, por primera vez en nuestra historia, los cimientos de nuestra convivencia serían diseñados por personas elegidas democráticamente, la gran mayoría de ellas representantes de pueblos, clases, grupos y sensibilidades que jamás antes habían estado presentes en tal proporción en espacios de poder como ese. Parafraseando un estudio de la socióloga británica Nirmal Puwar, al poco tiempo de asumir sus funciones, estos recién llegados fueron rápidamente retratados como “invasores espaciales” por los contertulios habituales de las zonas de privilegio, y consecutivamente por los medios de comunicación: ni sus orígenes, ni sus cuerpos, ni sus modales, ni su lenguaje se correspondían con las expectativas que existen en un país como el nuestro para quienes logran una tribuna destacada. Gran parte de los convencionales son personas que durante años se han enfrentado a situaciones de desventaja respecto del poder constituido, por lo tanto, su incorporación al ámbito en el que se toman las decisiones es un logro valioso para la democracia. Sobre ese logro concreto de alcance simbólico descansa una responsabilidad bien tangible para los “invasores espaciales”: su rol ya no es más el de impugnadores que demandan atención, sino el de quienes deben responder a las expectativas depositadas en ellos.
La Convención Constitucional fue una solución a la crisis política que un sector minoritario, pero poderoso, aceptó a regañadientes. El resultado del plebiscito de entrada acabó obligando a ese sector a entrar en un proceso que nunca quiso llevar a cabo, teniendo en mente, eso sí, que existe una oportunidad de frenar el cambio: el triunfo de la opción rechazo en el plebiscito de salida. Ese ha sido su objetivo desde el principio, una estrategia previsible y dentro de las reglas del juego. Tampoco era un misterio que el poder del sector más refractario a reemplazar la Constitución vigente se extiende desde el gobierno en curso hasta los medios de comunicación. Las condiciones dificultosas para establecer un vínculo entre el poder constituyente y la opinión pública podían advertirse de antemano, sin embargo, gran parte de los constituyentes que trabajan para que el proceso sea exitoso y logre la aprobación de la ciudadanía, lejos de considerar este factor, lo han pasado por alto o definitivamente no ponderan su peso.
Los chilenos y chilenas quieren cambios que mejoren sus vidas, pero también quieren orden y acuerdos concretos sobre asuntos relevantes. Ambas aspiraciones no son contradictorias, como suele presentarlas el establishment. La crítica, el disenso y la discusión sobre distintas visiones políticas no son asuntos contrarios al orden, como tradicionalmente ciertos sectores lo han sostenido, cuando existen argumentos bien fundados. Lo que sí malogra cualquier debate racional es la frivolidad, la ramplonería y la deshonestidad intelectual. Dadas las condiciones y el escenario en el que se desarrolla la Convención, el solo hecho de presentar proyectos superficiales, propuestas francamente ridículas de elevar al rango constitucional, además de dejar en evidencia un oportunismo mezquino que finge ser causa colectiva, revelan una torpeza que se puede pagar muy cara. Quienes las presentan y difunden saben de antemano que no pasarían la aprobación del pleno de la Convención, que son propuestas sin destino, porque el lugar que les corresponde es otro, no el de los cimientos, sino el de la mampostería de un edificio que aun no llega a estar dibujado en un plano. Nadie cuelga cortinas donde no hay ni ventanas, ni siquiera muros. Quienes hacen esas propuestas las vocean para lograr una figuración mediática que de otro modo no tendrían, y construir una plataforma individual disfrazada de demanda legítima. Lo que finalmente logran es darles armas a quienes pretenden que la Convención fracase.
La Convención Constitucional no está comunicándose con el país, y peor que eso, algunos de los que aspiran a que el proceso tenga el apoyo de la mayoría de los chilenos y chilenas, están dinamitando esa posibilidad, lanzando al ruedo ideas vacías, declaraciones que los medios y las redes sociales reproducen como petardos en medio de un funeral. La responsabilidad en este caso no es de los adversarios políticos de la constituyente, sino de una visión miope de quienes suelen adjudicarse la representación del pueblo sólo porque tienen un convencimiento íntimo que veneran como si se tratara de un fetiche. Por si no fuera suficiente, los encargados de lograr un vínculo de confianza entre la opinión pública y la Convención han hecho un pésimo trabajo. No han logrado una transmisión consistente de las etapas que se cumplen, ni de los contenidos que se abordan, ni siquiera de la forma de trabajo. La Convención está perdiendo apoyo porque la gente no ve ni entiende sus avances. En lugar de la ejecución de una partitura reconocible y nítida, lo que se escucha es el ruido de un avispero, al que más vale no prestarle atención.
Quienes buscan redactar una nueva Constitución que sea aprobada en el plebiscito de salida deberían tener claro que, para gran parte de la opinión pública, lo que se percibe desde fuera deja mucho que desear: lejos de lucir como un esfuerzo colectivo y plural con un sentido claro, la Convención Constitucional está pareciéndose cada vez más a una suma de individualidades más o menos arrogantes, que a punta de anuncios descabellados y declaraciones innecesarias, satura la agenda del día, boicoteando con ello un proceso que, de fracasar, nos arrastraría a todos hasta un oscuro punto sin retorno.
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