Columna de Óscar Contardo: La reina narco
El corrido del león es el nombre del tema musical y el video del grupo ecuatoriano Mariachi Bravo que, a un mes de su estreno en YouTube, acumula más de 380 mil visitas. La particularidad de la canción es que celebra la vida y obra de Adolfo Macías Villamar, alias Fito, cabecilla del cartel narco Los choneros, una organización criminal dedicada al tráfico de drogas y al sicariato en Ecuador. La banda, además, controla las penitenciarías a las que han ido a parar sus integrantes. Un ejemplo de ese poder es lo ocurrido en 2013, cuando el interno llamado William Povedo, alias El cubano, integrante de una organización rival, fue decapitado y su cuerpo incinerado dentro de la cárcel por miembros de Los choneros, quienes luego usaron la cabeza de El cubano como pelota para jugar fútbol a vista y paciencia de los custodios a cargo del penal.
Adolfo Macías, alias Fito, descrito en la canción de Mariachi Bravo como “un hombre de mucha honra y de carácter muy buena persona”, cumple una sentencia de 34 años por asesinato, robo y tenencia de armas en una cárcel de la región del Guayas. En agosto, Macías además fue señalado como responsable de mandar a matar al candidato presidencial Fernando Villavicencio, asesinado de tres disparos en la cabeza, por lo que la justicia del país lo trasladó de una cárcel regional a una de máxima seguridad, distante de la zona de influencia de la banda. Macías permaneció menos de un mes en la cárcel de alta seguridad: fue regresado a una institución ubicada en lo que es considerado territorio de Los choneros. A esta última cárcel fue donde llegó un equipo de producción que hizo las tomas de Macías para el video de Mariachi Bravo, en donde aparece posando con sus amigos internos, como quien está en un club de barrio con sus compadres.
Los mercados formales cambian. También el de la droga. Por transformaciones en el consumo y la producción de cocaína, Ecuador pasó en una década de ser un país de tránsito del narcotráfico a uno de distribución, provocando una marea de violencia que no ha parado de crecer: en las recientes elecciones presidenciales los candidatos concurrieron a votar protegidos de chalecos antibala.
El narco actúa como las termitas, debilitando las instituciones. Su avance supone una soterrada naturalización de unas costumbres que van tiñendo los bordes de las ciudades, las periferias, con enclaves de un lujo plastificado propio de las residencias de los lugartenientes de las barriadas, que anuncian poder económico inusual justo donde cunde el abandono. Desde las zonas de clases medias, o de los grupos más privilegiados, este síntoma lejano suele ser visto como un fenómeno exótico, una especie de subproducto cultural que se contempla con una distancia irónica propia de un tema de conversación trivial en el que se mencionan libros sobre las excentricidades de los narcos colombianos; se recuerdan notas sobre la animita en forma de vidriera con joyas en una casa de una población de Santiago; se recomiendan videos de cantantes de música urbana mostrando armas de fuego como señal de poderío, o se describe la historia del auge de los narcocorridos como el de Mariachi Bravo. Ese acercamiento propio del consumo irónico nos salvaguarda de enfrentar el asunto en sus consecuencias más crudas, mantiene el fenómeno en un mundo inferior que apenas se podría cruzar con el propio y disimula la violencia que debió ser ejercida para que eso que provoca un disfrute burlón -los autos de colores fluorescentes, los anillos y collares de un mafioso- ocurriera. Mantiene el tema en el ámbito del entretenimiento, como quien ve una serie o pasea por el zoológico. El problema solo se asoma cuando todo eso que antes parecía distante, se acerca.
La cobertura que la televisión hizo de la muerte de Sabrina Durán, una joven acribillada el martes en Padre Hurtado, fue ampliamente criticada en redes sociales: la mujer estaba cumpliendo condena en libertad vigilada y el crimen parecía estar relacionado con un ajuste de cuentas. Pero no se trataba solo de la muerte de una persona que había estado en la cárcel, sino también el asesinato de una celebridad de TikTok, conocida como La narco reina. En la aplicación, Durán contaba con casi 400 mil seguidores al momento de su muerte y una cartera de clientes que le pagaban por recomendar productos cosméticos y ropa. ¿Qué tipo de cobertura habría que darle al crimen? ¿El de la muerte de mujer condenada por la justicia o el de una estrella menor de las redes sociales asesinada? La diferencia es borrosa. Los medios tradicionales tienen que enfrentar la existencia de una cantera de celebridades que se mueve en el universo paralelo de las aplicaciones de redes sociales con una audiencia propia. Además, la cantidad de seguidores que tenía Sabrina Durán es el síntoma de que la normalización de un estilo de vida criminal es un hecho, y los asesinos que la balearon en el suelo, la constatación de que ese mundo ominoso que pensábamos distante se acerca, independiente del énfasis que un diario o la televisión le dé a la noticia.
Lo más nítido sobre este crimen es la velocidad con que el narcotráfico ha avanzado en Chile, imponiendo sus ritos -fuegos artificiales, funerales con balacera- y acostumbrándonos cada vez más a una violencia que pensábamos lejana. Hay una cultura narco allá afuera que hace mucho tiempo dejó de representar un objeto exótico de consumo irónico de la vida en la periferia con el que solía ser tratado en los medios; ahora los síntomas de su poderío son cada vez más cotidianos y el espacio que separaba los mundos tiene el espesor de un biombo que se tambalea cada tanto. La historia que sigue a que ese biombo acabe cayendo ya la conocemos de sobra, tal como el efecto de las termitas en la madera o el de la corrupción a gran escala en los países que la padecen.
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