Columna de Óscar Contardo: La república del disimulo
El disimulo no es una virtud. Cuando mucho es un recurso de buenas maneras apropiado para recepciones, como esas comidas en donde hay que compartir con quien no se tolera y mantener la sonrisa. Pequeños gestos de civilidad que no alcanzan a ser un sacrificio. El problema es cuando el disimulo se transforma en un fin en sí mismo o, peor que eso, en el centro de un discurso político que traduce los hechos de la realidad con un filtro que la distorsiona, para no inquietar los nervios de quienes toman las grandes decisiones. El acto de darle un rodeo a cualquier enfrentamiento de puntos de vista, porque el terror a las discusiones honestas es mayor que la necesidad de debates francos. Cuando eso se transforma en una conducta repetitiva que se defiende como algo valioso en sí mismo, es señal de que se han confundido los planos de la realidad al punto de pensar que la confianza de los ciudadanos en las autoridades depende de cuánto finjan estas una normalidad que no es tal.
En nuestra historia democrática reciente se nos ha exigido creer en muchas versiones de los hechos que apenas se sostenían en pie, por el miedo a que, si no lo hacíamos, algo se rompería. Debíamos creer que era normal que un exdictador sacara militares a la calle para proteger los actos de corrupción de su hijo y que luego asumiera como senador; debíamos creer que las universidades privadas que funcionaban como negocios inmobiliarios no tenían fines de lucro, aunque todos supiéramos que sí los tenían; debíamos creer en los representantes políticos que sostenían que jamás recibieron financiamiento ilegal, pese a toda la evidencia que indicaba lo contrario; debíamos creer que un amplio sector endeudado de la población, viviendo de empleos precarios, era una nueva clase media. Fingir y hacer como si nada.
Cuando el disimulo es la columna vertebral del mensaje pasan cosas raras. Puede suceder, por ejemplo, que una autoridad asegure que las instituciones funcionan sin obstáculo, cuando la crujidera de las mismas ya no se aguanta; o que un mandatario describa como un oasis algo que era un volcán a punto de entrar en erupción. Naturalmente, el cultivo de esta manera de entender la política es más fáctible de ejercitar cuando el poder está concentrado en un grupo cuya voluntad basta para establecer un filtro estabilizador entre lo que realmente ocurre puertas afuera y la manera en que es descrito a través de las declaraciones públicas.
La manera en que muchos dirigentes políticos reaccionaron a las palabras de la ministra del Interior, Izkia Siches, sobre la forma en que el clasismo y el racismo influyen en el funcionamiento de la policía y la justicia en Chile durante un foro de Icare, es un síntoma de lo costoso que resulta describir la realidad de los hechos, sobre todo cuando contraviene la costumbre de acicalar los acontecimientos hasta el punto de presentarlos como cuerpos sin vida, ofreciendo una versión falaz, pero amable, de una realidad que no lo es. La ministra Siches no hizo otra cosa que describir algo que opera de un modo dañino y arbitrario. Así lo indica la experiencia habitual, los estudios de especialistas, los informes de todo tipo y los reportes de prensa: lo que se encierra y encarcela es la pobreza; lo que las policías consideran sospechosos son personas de determinado aspecto físico; la inseguridad cunde justamente en los barrios con menos recursos. Decirlo claramente no es intervenir en otro poder del Estado, es reconocer una forma de vida poco democrática, en donde nos tratamos mutuamente de un modo diferente según nuestro origen social y nuestra apariencia física, dos elementos que nadie elige tener. Hay quienes nunca vivirán el contratiempo de un control de identidad porque su cuerpo y su ropa jamás serán motivo de alerta para la policía, independiente de sus actos, y otros que siempre serán mirados con suspicacia. Todos fuimos testigos de que violar normas sanitarias, como una cuarentena, era un asunto irrelevante para quienes saben que no los rozarán las multas; todos nos enteramos de que uno de los presos muertos en el incendio de la Cárcel de San Miguel estaba ahí por vender cedés piratas para sobrevivir; todos sabemos la premura con la que actúa la Fiscalía Nacional cuando quien corre peligro de ser indagado pertenece a una familia que no merece pasar esos bochornos.
En noviembre de 2016, un pequeño empresario llamado Enrique Faúndez escribió una carta a Ciper. Faúndez contaba que había sido detenido por Carabineros mientras estacionaba su auto en Vitacura. Lo obligaron a él y a los trabajadores que lo acompañaban a tenderse en el pavimento, porque eran los principales sospechosos de un asalto. No tenían ninguna prueba para detenerlos, pero eran distintos al resto de los residentes del barrio: “Tenemos la piel morena y rasgos que no caracterizan a la gente que habita el sector donde fuimos arrestados”, escribió Faúndez. Mientras los inmovilizaban, el empresario escuchó un grito desde la vereda: “¡Mátenlos!”. Así es el país en el que vivimos y dudo que las cosas vayan a cambiar si en lugar de enfrentar nuestras dificultades decidimos que lo más conveniente es callarse la boca, fingir indiferencia o asegurar con aplomo que las instituciones funcionan impecablemente sólo para recrear un espejismo que a estas alturas ven nada más que los nostálgicos de la república del disimulo.
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