Columna de Óscar Contardo: La sospechosa
En su novela El acontecimiento, Annie Ernaux relata la historia del aborto clandestino al que se somete una joven universitaria francesa, en los años en que en Francia el aborto estaba aún penalizado. Ernaux crea un personaje a partir de su propia biografía: es ella, aunque sin serlo totalmente, acercándose a su pasado, como si fuera el de una persona distinta, alguien que ya dejó de existir, tal como la época -los usos, costumbres, mentalidades- en que vivió su juventud. “Aquel mes de octubre de 1963, en Ruan, estuve esperando durante más de una semana a que me viniera la regla”, apunta cerca del comienzo. Cuando leí esa frase, pensé en la dificultad que significa traducir la experiencia de esa situación para quienes no la viven ni la vivirán, porque no es parte de su biología: una señal del cuerpo que indica un cambio que avanza, algo que no es una enfermedad, pero que como un mal de gravedad puede sacudirlo todo de tal manera que cambiará el lugar que se ocupa en el mundo. Si ese cambio es indeseado se transforma en un secreto que dispone a quien lo vive en una soledad muy particular, distinta de otras, un aislamiento vital mezclado con una cuenta regresiva que la acerca a rendir cuentas frente a un entorno que inevitablemente la juzgará.
En el relato de Ernaux las amenazas se superponen una sobre otra: la posibilidad de que la familia se entere, la mirada de los compañeros de clase, de la enfermera del consultorio, del médico. Esa soledad, en otros casos, ni siquiera puede ser enfrentada buscando asistencia activamente, sino solo esperando que transcurran los días, con un terror sordo, como ocurre en el libro Enero, la novela de la argentina Sara Gallardo, que relata el verano de una adolescente que después de sufrir una violación, solo piensa en lo que ocurrirá con ella cuando le crezca la panza y deba dar explicaciones. ¿Cómo se sobrelleva algo así? ¿Por qué alguien debe estar obligado a padecer esa tortura? La película rumana 4 meses, 3 semanas, 2 días, añade a la soledad y el terror que aparecen en Enero la opresión de una burocracia gubernamental que persigue a las mujeres que buscan abortar, y otra, criminal, que renta de su desesperación.
En el caso de El acontecimiento, la novela de Ernaux, el personaje busca una salida bajo cuerdas, atendiendo a datos sueltos que la llevan a un departamento en donde una mujer la asiste. “Sentí un dolor atroz. La mujer decía: ‘Deje de gritar, pequeña’, y ‘tengo que hacer mi trabajo’, o quizás fueron otras palabras distintas que solo significaban una cosa, la obligación de ir hasta el final”. Es un momento de historia que la acompañará el resto de su vida, conservando en su memoria esos detalles nimios tan corrientes -la cortina de la habitación, las instrucciones después del procedimiento-, pero significativos; son los mínimos pormenores que quedan pegados al cuerpo cuando el destino golpea con furia.
Hace años, a propósito de una investigación, revisé archivos de resúmenes de sentencias judiciales de principios del siglo XX. Entre los casos que se repetían, además de la “exposición”, es decir el abandono de lactantes, estaba el de mujeres jóvenes que habían sido procesadas luego de abortar. Algunas asistidas por alguien más, otras por su propia cuenta. Todas eran campesinas, sirvientas que, viviendo en casa ajena, acababan terminando un embarazo en condiciones espantosas, para luego ser entregadas a la autoridad correspondiente. Aunque no era parte del tema sobre el que yo indagaba, me detenía a leer los pequeños relatos escritos en un almidonado lenguaje legal, acercándome a una forma de vida que parecía estar hecha para mantener a esas mujeres en el espacio de los condenados de nacimiento, atadas a una experiencia que un hombre jamás podrá llegar a experimentar del mismo modo. Esta semana recordé el engranaje de crueldad presente en esas sentencias que encontré hace tanto tiempo cuando leí la noticia de la mujer denunciada por su pareja luego de que, aparentemente, ella se hubiera sometido a un aborto clandestino. La manera en que algunos medios dieron cuenta del hecho -el acontecimiento, diría Ernaux- y la forma en que muchas personas reaccionaron a la historia en redes sociales dan cuenta de que a pesar de las décadas de cambios, de revoluciones y reivindicaciones, hay cosas que persisten, elementos que se repiten, un mecanismo que se activa en torno a una mujer, como un ritual largamente practicado, que la va acorralando hasta transformarla en poco más que una sospechosa de un crimen cometido sobre sí misma, un chivo expiatorio sobre el que está permitido descargarse. Así ocurrió.
La publicación de la identidad de la persona acusada por su pareja dispuso a esa mujer en un banquillo que en los tiempos que corren significó arrojar su vida y su dignidad al escarnio público de las redes sociales, el ejercicio de quienes les gusta exhibir la musculatura de su moral a costa del sufrimiento ajeno, y disfrazar su crueldad de convicciones religiosas.
Un mundo en el que el aborto es un asunto clandestino, y en el que una mujer puede ir a la cárcel por abortar puede ser una factoría de historias de terror sigilosas, el resultado de una mezcla amarga de injusticia, soledad y opresión. Una sociedad en la que esa crueldad está permitida y avalada es una sociedad en donde la compasión es una experiencia desconocida, y la hipocresía, una práctica habitual de sobrevivencia.
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