Columna de Óscar Contardo: La terquedad frente a los hechos
Los resultados en las elecciones municipales y en las gobernaciones se pueden leer como un agotamiento del impulso que la derecha logró con el triunfo del Rechazo en septiembre de 2022. Ese impulso fue utilizado para enfrentar la candidatura de Claudio Orrego a quien se le enrostró haber apoyado el primer proyecto constitucional, como si en ese apoyo hubiera algo imperdonable, una mancha que debía ser eliminada y que el propio candidato debía ocultar. No resultó. El gobernador no solo retuvo el cargo, sino que fue confirmado por una amplia ventaja que lo sitúa en una posición expectante para la próxima presidencial. El candidato contendor, pese a haber levantado su campaña desde la construcción de un personaje ajeno a la elite y de un origen social mesocrático que lo situaba, aparentemente, a distancia de la fronda conservadora, solo triunfó en las comunas del nororiente de Santiago. Francisco Orrego ni siquiera superó a Claudio Orrego en Providencia, el municipio de Evelyn Matthei, la apuesta presidencial de la derecha tradicional. Habría que preguntarse por qué en la elección municipal la derecha ganó fácilmente en Providencia y perdió en las de gobernación regional.
En la región de Valparaíso el asunto fue aún peor para el sector, que fue derrotado en todas las comunas por el gobernador desafiado, quien, dicho sea de paso, también apoyó la primera propuesta constitucional. En la lógica bipolar establecida por distinguidos dirigentes de la oposición, con ese resultado podríamos deducir que toda la región es “octubrista”, lo que quiera que esa etiqueta signifique, pero eso no es posible porque si hay algo que no existe en la realidad es aquella categoría maniquea y tramposa utilizada para ahorrarse un análisis menos iracundo y más reposado de los acontecimientos.
Hasta el momento la propuesta de la derecha sigue siendo la misma que llevó a Sebastián Piñera por segunda vez a La Moneda en 2018: promete crecimiento económico y seguridad con las mismas fórmulas de siempre. Nada nuevo, nada más. En aquella oportunidad el triunfo fue con voto voluntario. Un año después ni los avances en seguridad ni los logros económicos ecualizaban con las expectativas sembradas. Luego, en 2019, tras un conjunto de declaraciones desafortunadas de un par de ministros y una movilización estudiantil mal manejada por las autoridades, pasó lo que pasó, sobrevino una revuelta, las marchas, los saqueos, los incendios. El gobierno perdió totalmente el eje, el presidente se puso en plan de guerra, habló de enemigos desconocidos y de planes ocultos. Hubo muchas marchas y en los días que siguieron el presidente pidió disculpas por no haber sido consciente del malestar extendido. Se abrió un proceso constituyente, la derecha prometió estar dispuesta a reformar, hubo dos proyectos constitucionales fracasados -el segundo, del propio sector- y enseguida la reescritura de los acontecimientos por parte de los conservadores: que el estallido fue un asunto meramente delictual, que las demandas nunca fueron reales. Sobrevino entonces la reacción. La derecha, desde Evopoli a Republicanos, se olvidó de que en algún momento sus propios dirigentes dijeron haber tomado conciencia tarde del descontento que cundía y que era necesario hacer cambios en el sistema de pensiones, en la salud, en la desigualdad de ingresos. Todo eso se fue a fojas cero. Con ventaja en el parlamento frenaron cualquier cambio de importancia empujado por un ejecutivo de desempeño menos que discreto. Que, si fulano sigue en el gabinete, nos negamos a conversar. Que, si zutano no cambia de tono, no negociamos. Si mengano no sale a vocear a la calle que Maduro es un dictador, no nos sentamos a la mesa. Excusas no han faltado. Hicieron de la palabra “octubrismo” un látigo que sirve para acabar con cualquier análisis, denostar adversarios y terminar con cualquier posibilidad de diálogo y abusaron hasta el hartazgo de recetas importadas del trumpismo que degrada todo intento de debate, recurriendo a la riña y el insulto como género de entretención política y a la búsqueda de empatar la propia responsabilidad en un acontecimiento actual, con la del adversario en otro del pasado. Un despliegue de excusas para no enfrentar los hechos: ninguna de las grandes demandas que desencadenaron la crisis ha sido satisfecha.
Los hechos no van a desaparecer por más que evitemos hablar de ellos. Allí están, en las pensiones y los bajos sueldos, en la crisis de las isapres, y en cada una de las demandas que quedaron sepultadas. Ahí también están los casos de corrupción que apuntan al corazón mismo del sector, pero de los que nadie se hace cargo. La imagen de Joaquín Lavín llegando a visitar a su nuera, la exalcaldesa de Maipú, a la cárcel es un cuadro demasiado crudo del estado de las cosas como para hacerse los desentendidos o como para esperar que la ciudadanía no una los puntos esparcidos y trace una línea con su propia lectura. Dentro y fuera de capitán Yaber hay preguntas sin responder, en el país hay demasiada desconfianza en las instituciones, y en la derecha muy pocas señales de querer enfrentar que la presión dentro de la olla no ha disminuido. Es muy posible que la oposición gane la próxima presidencial, pero la satisfacción de ese triunfo será brevísima si no se hace cargo de su cuota de responsabilidad en la crisis política y si no presenta un proyecto de desarrollo coherente y convocante, algo nuevo, algo más que seguir pateando a un gobierno que fabrica sus propios trances sin necesidad de adversarios, algo mejor que simular constantemente que no ve la manada de elefantes que se sacuden entre la cristalería de su propio salón, el que, cada vez más, se parece a la sala de espera de un despacho del ministerio público o al descansillo fuera del tribunal de garantías
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