Columna de Óscar Contardo: La vida en los polos
El cambio de época podría explicarse como un desencuentro de perspectivas, escalas y proporciones. Una especie de colapso entre la desmesura y la carencia. Un mundo en donde un millonario llamado Elon Musk paga 44 mil millones de dólares, es decir, el equivalente al presupuesto anual de gobierno de un país como Perú, por una aplicación tecnológica que sirve para difundir frases breves escritas para llamar la atención, es un lugar extraño. Tan raro como que el mismo magnate declare, luego de cerrar la compra, que la plataforma de la que ahora es dueño es una “plaza pública” en la que se debaten asuntos “vitales para el futuro de la humanidad” y que él se encargará de mantenerla a salvo. La libertad de expresión tiene ahora un custodio que velará por ella y por la democracia occidental. Una realidad que, además, se plantea sin bordes que permitan diferenciar intereses particulares de bienestar general, sobre todo si se cuenta con el suficiente dinero como para hacer turismo en el espacio.
Gerhard Schröder brindó esta semana otro ejemplo de la facilidad con que ciertas fronteras se esfuman y las perspectivas cambian cuando los montos de dinero se salen de escala. En una entrevista con el New York Times, el exlíder socialdemócrata y canciller alemán entre los años 1998 y 2005, enfrentó las críticas que lo hacen responsable de haber dejado a su país dependiente del gas ruso y, por lo tanto, de la voluntad del Presidente Vladimir Putin. La situación hizo crisis con la invasión a Ucrania. Durante su período a la cabeza del gobierno alemán, Schröder privilegió la importación de energía desde Rusia. Dos semanas después de dejar el cargo de canciller, asumió como miembro del directorio de una compañía beneficiada por su política. El exlíder de la mayor potencia europea hoy considera a Putin como su amigo, califica la guerra como “un error” y rechaza rendir cuentas por haber dejado a su país atado a la voluntad de sus nuevos patrones comerciales: “Hice lo que podía. Al menos una de las partes confía en mí”, dijo.
Según el New York Times, Gerhard Schröder cobraba un sueldo de nueve mil dólares mensuales mientras era canciller; actualmente recibe un millón de dólares anuales por su participación en los directorios de las empresas controladas por Putin. Una progresión de ingreso fuera de escala, incluso entre lobistas. Despejando la crisis política internacional, los efectos de la guerra y de la pandemia y las consecuencias que pueda tener en la opinión pública, un ciudadano cualquiera, alemán o de cualquier otro sitio, podría llegar a preguntarse qué tipo de trabajo merece una remuneración como esa. Y la respuesta seguramente no sería muy satisfactoria.
Hace una semana, el diario El País publicó un reportaje titulado “Viaje por la Francia que no llega a fin de mes”. La nota estaba construida sobre los testimonios de vecinos comunes y corrientes de una zona cercana a París, en donde la candidatura de Marine Le Pen había ganado en la primera vuelta. El autor del artículo había recorrido pueblos de pasado industrial y minero en donde el presente parecía haberse estancado para sus habitantes, hasta el punto de provocarles un hastío profundo. Los entrevistados que apoyaban a Le Pen lo hacían no tanto por el entusiasmo que les despertaba la candidata, como por la disconformidad con el rumbo que había tomado la vida diaria para ellos, era la reacción a una pérdida. Había algo que en un momento tuvieron y que ya no existía más; cosas muy tangibles, como el trabajo en las antiguas minas o en las fábricas que fueron cerradas; un sueldo que no se agotara luego de pagar las cuentas; viajar durante las vacaciones o que sus hijos se independizaran apenas alcanzaran la edad adulta. Estos franceses también resentían del brusco contraste que existía entre sus vidas y la de quienes estaban encargados de tomar las grandes decisiones. Para ellos, el llamado “centro político”, de derecha o izquierda, no les estaba ofreciendo más que un destino de resignación, mientras la élite vivía en una abundancia permanente. Votar por los extremos, en cambio, representaba la posibilidad de hacerse respetar a través de una sacudida. Entre los testimonios de la nota de El País estaba el de una mujer de mediana edad que trabajaba como enfermera. Ella resumía la decisión de apoyar a la ultraderecha con una imagen muy contundente: lo hacía “para provocar un electrochoque”. Es decir, la democracia era una herramienta de descarga para convulsionar un paciente, una terapia para curar un trastorno. Le Pen logró un histórico 41 por ciento de los votos. Emmanuel Macron fue reelecto, pero admitió que lo hizo gracias a quienes votaron en contra de la ultraderecha, que no era lo mismo que apoyarlo a él. Los analistas políticos, en tanto, difundieron los datos en gráficos que ilustraban el modo en que el electorado francés se estaba mudando a los polos. Los extremos tenían en común el mismo descontento, la misma reacción desmesurada, algo que parece ser la única herramienta a la mano para no sentirse insignificante en medio de una realidad que deja fuera de escala y de escena a una gran mayoría, mientras otros pocos se encumbran hasta un punto lo suficientemente alto como para perder de vista los límites y librarse de cualquier responsabilidad con las decisiones que han tomado en el ascenso.
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