Columna de Oscar Contardo: Las mentiras no son opiniones

Nueva Constitución


Las mentiras son inevitables, vivimos a merced de pequeñas o grandes falsificaciones de la realidad que alguien intenta hacerlas pasar por hechos. Siempre habrá quien esté dispuesto a engañarnos por razones diversas: mantener una ilusión, evitar un desagrado, manipular nuestra voluntad para lograr un objetivo más o menos mezquino, o derechamente infligirnos algún daño. Las razones para hacerlo pueden variar, sin embargo, lo que todos esperamos es que una vez descubierto el engaño se produzca un cambio, que el develamiento dé paso a una consecuencia, un reacomodo de la realidad en la que habitamos: cuando nos venden a sabiendas algo fallado nos indignamos, tanto por el fraude como por el hecho de haber sido tomados por tontos por un extraño en quien nunca volveremos a confiar. Frente a la mentira siempre habrá un cambio en la relación con quien nos ha timado, y cuando esta nos provoca menoscabo, lo mínimo que esperamos es el ofrecimiento de una disculpa o un castigo que restablezca los equilibrios perdidos. Para mantener la convivencia y la cordura necesitamos que, una vez que las mentiras son descubiertas, se produzca alguna variación en la relación que tenemos con quien nos mintió. Requerimos de una marca que señale una separación entre lo real de eso que no existe y que fue inventado para confundirnos. Cuando no ocurre ningún cambio, cuando después de que una mentira es descubierta nada sucede y, aun más, la mentira es reiterada, haciendo caso omiso de la evidencia, las relaciones se degradan y quedan empantanadas en la simulación y la duda permanente. Peor que eso, cuando el engaño es una forma de dominio constante, y las mentiras son consideradas “puntos de vista alternativos”, lo que se anuncia es un asunto más peligroso, porque disfrazar las mentiras como opiniones disuelve todos los límites de lo real. En un ambiente en el que eso ocurre, quienes sostienen verdades incómodas, pero no cuentan con el respaldo institucional, económico o político para hacerlo, acaban arriesgando mucho más que quienes embaucan desde la comodidad del mundo poderoso que los acuna.

Los últimos meses se han dicho y repetido muchas mentiras. Una y otra vez. Declaraciones políticas falsas sobre el contenido del texto constitucional. Algunas son inventos de cabo a rabo, y otras se desprenden de medias verdades desarticuladas. Entre otras falsedades se ha dicho lo siguiente: que se eliminarían los símbolos como la bandera o el escudo nacional; que se acabaría la propiedad privada; que las personas podrían abortar hasta los nueve meses de gestación; que se eliminaría la educación privada; que ya no existiría la salud pagada en forma particular; que el Estado expropiaría todas las casas; que los pueblos originarios tendrían una justicia paralela independiente de la Corte Suprema; que los indígenas tendrían privilegios que el resto de los ciudadanos y ciudadanas no; que se acabaría la libertad religiosa o se perseguirá a determinadas iglesias; que los pueblos originarios podrían vetar reformas a la Constitución; que los inmigrantes recién llegados podrían votar en el plebiscito sin necesidad de contar con la residencia (que se logra después de cinco años). Muchas de esas falsedades han sido dichas por dirigentes políticos con tribuna para decirlas, que, sin embargo, parecen no sufrir ninguna consecuencia por mentir pese a la evidencia concreta de que lo han hecho. Lejos de ser considerados fuentes de desinformación por los medios, o confrontados públicamente por la intención de sus declaraciones, vuelven a aparecer una y otra vez en entrevistas y paneles de radio y televisión, no para dar explicaciones o excusarse, sino para reafirmar el engaño o torcer un argumento que les permita disimular el fraude y añadir aun más confusión al punto. Durante estos meses no ha existido voluntad para llamar mentiras a las mentiras, sino más bien disponerlas en la misma vitrina en la que se exhibe lo considerado información. Darle a un engaño el mismo espacio que a un hecho no es ser ecuánime, es hacerse cómplice del fraudulento. El problema entonces crece, ya no se trata de que alguien mienta, sino de la existencia de un medioambiente que tolera que eso suceda.

Quienes sustentan públicamente el rechazo a la propuesta constitucional lo hacen calificando el texto en duros términos, dando a entender que poco y nada de él es rescatable. Invocan las críticas de los especialistas en Derecho dando a entender que es una opinión unánime, sin mencionar a los especialistas que apoyan la propuesta. Siguiendo esa lógica, lo más fácil y sensato de su parte sería contribuir a que el texto sea efectivamente leído por la mayor cantidad de ciudadanos y ciudadanas, para que ellos mismos caigan en cuenta de los errores en los que incurre, sin embargo, lejos de hacerlo han criticado su difusión y la impresión masiva de ejemplares por considerarla “poco ecológica” y continúan sosteniendo declaraciones incorrectas o francamente falsas en sus redes sociales o en reuniones comunitarias.

Hasta hace un tiempo, la razón que daban los dirigentes políticos que apoyan la opción Rechazo en el plebiscito de septiembre para desalentar la difusión del texto final era que “la gente” no tenía tiempo para estar leyendo un documento tan largo. Desde hace una semana la propuesta es el libro de no-ficción más vendido en el país. Eso es un hecho. Lo que las personas juzguen después de leer la propuesta es una opinión. Las mentiras, en tanto, son las afirmaciones que corren en paralelo, en el mismo carril que ocupan quienes antes han dinamitado la confianza en las instituciones, disponiendo a la misma altura una campaña para preservar el pesado legado muerto de una dictadura, de un proceso democrático que intenta darle un futuro a una democracia en crisis.

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