Columna de Óscar Contardo: Liceos emblemáticos
Para la mayoría de nosotros la idea de lo que significa una “buena educación” surge de una apreciación individual que validamos con nuestra experiencia y anclamos a ciertas referencias ambientales fáciles de interpretar. En nuestra cultura local esa referencia tiende a estar relacionada con el ingreso a la universidad y más específicamente con el puntaje alcanzado en la prueba de admisión: quien logra un buen puntaje es considerado alguien capaz de cursar una carrera con eficiencia. Por consiguiente, el origen escolar de esa persona será valorado como un “generador” de estudiantes que alcanzan buenos puntajes. En esta lógica, el mejor modo para que un estudiante secundario alcance un desempeño destacado en la prueba de admisión es cursar sus estudios en establecimientos en donde la proporción de egresados con puntajes altos sea significativa. Resulta coherente, por lo tanto, que también lo sea elaborar una lista de colegios y liceos ordenados según ese rendimiento.
El razonamiento anterior elude que existe una cantidad de factores que no son explicitados por el ranking, como las diferencias radicales entre las formas de vida de los distintos alumnados según la institución. Tampoco debería ser equiparable el trabajo de un profesor que enseña literatura a niños con padres profesionales lectores, que el de quien enseña a muchachos que nunca han visto un libro en su casa y viven hacinados. No se trata de generar culpa a quienes gozan de ciertos privilegios y logran un sitial destacado, sino de ponderar lo que realmente representa una lista que ordena los establecimientos según el puntaje de admisión a la universidad.
Pese a todo, este ranking anual sigue considerándose algo digno de comentar, aun cuando más que la calidad intrínseca de determinadas instituciones lo que refleja es una fractura entre un segmento demográficamente reducido y el resto, la mayoría. Lo que aparece es un sector, el que la encabeza, con instituciones privadas que seleccionan a los alumnos según criterios que les asegure tener un mínimo de dificultades imprevistas, logrando un salón de clases homogéneo en capacidades académica y en las condiciones de vida familiares de los estudiantes. Son colegios en donde, en la práctica, son los padres quienes rinden examen para ser aceptados. Compararlos con la realidad de los liceos públicos, en donde la selección de alumnos ha sido eliminada, sugiriendo de manera implícita que la única variable para explicar el rendimiento es la calidad de la institución, es algo similar a una trampa. Sin embargo, el ranking, logra que la conversación parta justamente desde ese encuadre sesgado de los hechos.
Desde hace unos años, los llamados liceos emblemáticos de Santiago han desaparecido de los lugares de preeminencia en el ranking, como consecuencia del fin de la selección de los alumnos. La lectura fácil de este cambio es que la Ley de Inclusión arruinó la educación pública, porque ya no hay establecimientos en los primeros lugares de esa lista. Otro análisis posible es que el fin de la selección sinceró un paisaje que permanecía disimulado, porque los liceos emblemáticos concentraban estudiantes de alto rendimiento: ahora, los mejores puntajes están dispersos en distintos liceos y no reunidos en ese puñado de instituciones cuya representación del total nacional es pequeñísima, pero que dotan de visibilidad a una educación pública en crisis y muy lejana a los centros de poder.
Aunque la educación pública había sido desmantelada por la dictadura y jamás recuperada por la democracia, los liceos emblemáticos encarnaban con sus resultados anuales una esperanza necesaria para una cultura como la nuestra, en donde la centralidad del origen escolar brinda una pertenencia y un estatus que fuera de la órbita de la élite es muy difícil de conseguir. Sospecho que los mismos expertos en educación encargados de la reforma, en sus decisiones privadas sobre dónde educar a sus propios hijos, también consideran estos elementos simbólicos para los que no sé si existe un índice mensurable. En Chile es de común conocimiento que, en la medida en que hay una mayor cercanía con el poder, es usual encontrarse con personas para quienes su colegio de origen sigue siendo el hilo conductor de su vida social y laboral y juzgan como “natural” que así sea. No lo es, pero así funcionan las cosas aquí, y ya es bastante evidente que ninguna de nuestras tradiciones de convivencia, por más absurdas o injustas que parezcan, van a cambiar en el mediano plazo.
La desaparición de establecimientos como el Instituto Nacional o el Carmela Carvajal de los primeros lugares en la PAES tiene una explicación técnica muy clara, no significa un nuevo declive de un sistema público que está en la zozobra desde hace más de cuatro décadas, pero no es descabellado que sea considerado por la opinión pública como una especie de naufragio definitivo. Las tradiciones pesan y los liceos emblemáticos encarnaban un relato político en sí mismos, representan (o representaban) la importancia que tuvo la educación pública en la construcción del país durante el siglo XX. Con mucho de mitología -hasta los 60, un porcentaje bajísimo de la población alcanzaba estudios secundarios- esa narrativa funcionaba y servía de ejemplo de que la educación era una herramienta de progreso colectivo. El factor simbólico se está perdiendo y no hay reemplazo a la vista. Tal vez sea el momento de pensar en que hay excepciones que vale la pena mantener y que una de esas sea un trato preferencial a los liceos que mantuvieron durante peores años la esperanza de que el mérito y el conocimiento no sólo servía para prosperar individualmente, sino para empujar el progreso de un país muy pobre que aspiraba a dejar de serlo educando a su pueblo.
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