Columna de Óscar Contardo: Lo improbable
Solemos pensar que hay cosas que, en virtud de nuestra experiencia, de ciertas regularidades o de la proyección de nuestros deseos, no podrían pasar en determinados lugares o en determinados momentos, pero que finalmente acaban ocurriendo. Decisiones colectivas que parecían deschavetadas en un minuto y al siguiente son una realidad. Los británicos no tenían razones de peso para votar en contra de permanecer en la Unión Europea, los argumentos para sacar a Reino Unido del acuerdo eran, al menos, falaces y fabricados a conveniencia; los estadounidenses no podrían elegir a un candidato presidencial con un pasado y un presente turbio que avivara el racismo, la misoginia y abusara industrialmente de mentiras en su oratoria; un pueblo como el argentino no apoyaría con su voto a un político esperpéntico cuyo principal atractivo es una inagotable capacidad de insultar de manera iracunda a sus adversarios frente a las cámaras de televisión. Nada de eso podía llegar a suceder. Y sin embargo pasó: los británicos votaron por la salida de la Unión Europea con consecuencias que siguen afectando a la economía del país; los estadounidenses eligieron a Donald Trump que lideró un gobierno que acabó envenenando a su partido y a la convivencia de su nación; los argentinos y argentinas le están dando su apoyo a un candidato que niega el alcance que tuvo la represión durante la dictadura trasandina.
En Chile existe una confianza excesiva entre las izquierdas locales sobre el escaso apoyo que puede lograr la propuesta constitucional liderada por el Partido Republicano. Las enmiendas presentadas por los consejeros de ultraderecha al anteproyecto elaborado por los expertos indican tal retroceso en tantos planos, que, en contraste, la Constitución de la dictadura luce progresista. Aun más, los candados de cuórums para reformarla serían una clausura tan dificultosa de sortear como la consagrada en 1980.
Las encuestas reflejan que, de momento, la mayor parte de los chilenos y chilenas están en contra de las enmiendas republicanas y rechazarían un proyecto que las incluyera, asimismo por lógica parece absurdo que un proceso iniciado para darle una salida a una crisis institucional provocada por demandas multitudinarias en contra de los abusos y por una mayor distribución del poder, acabara con una Constitución aún más restrictiva en derechos y ultraconservadora que la vigente. Pero ya sabemos que desde hace cuatro años casi nada ha sido lo que se esperaba que fuera; el solo hecho que el Partido Republicano lograra la representación que tiene en el Consejo es un signo de cómo lo improbable acaba imponiéndose, y no por mero azar: claramente las derechas han tenido una estrategia más consistente y han sabido transmitir mejor sus discursos, disimular sus incoherencias, aprovechar las debilidades de sus adversarios y utilizar el enorme poder -económico y mediático- a su disposición. De momento los consejeros republicanos han actuado con esa disciplina interna que parece imposible de lograr en la mayor parte de las izquierdas, sobre todo en el Frente Amplio, guardando silencio cuando hay que hacerlo y asegurándose la adhesión de sus socios, quienes han acatado con escasos reclamos y tibias críticas propuestas extremas que sepultan la aspiración de cambios en la dirección prometida al inicio del proceso. Todo aquello por lo que criticaban la primera propuesta fracasada, ahora resulta inocuo según la interpretación de los republicanos: desde el desorden en la presentación de sus propuestas hasta los cambios en la redacción del anteproyecto, pasando por el ninguneo a las enmiendas de la minoría. Así lo repiten en vocerías y entrevistas en donde, insisten, además, en ideas muy potentes para sus intenciones: enfatizan que sus enmiendas ofrecen seguridad y orden a una ciudadanía que ya está agotada del proceso constitucional, el que, de no ser concluido, seguiría abierto. Lo que ellos proponen es alivio. Apelan entonces a cerrar un período abrumador con un punto final en forma de constitución. El mensaje que dan es claro, consistente incluso con declaraciones del propio presidente Boric, quien desechó la posibilidad de un tercer proceso de fracasar la propuesta en curso.
Han sido cuatro años rudos para el país. Tras el estallido Chile no cambió. La tasa de desempleo ha crecido, hay una crisis en ciernes de la salud privada que repercutirá en la pública y una discusión interminable para resolver la del sistema de pensiones. Aún peor, bajo la excusa de la libertad de elección, la propuesta republicana pretende consagrar constitucionalmente un sistema previsional que ha fracasado. El espacio de maniobra de un Ejecutivo sin mayoría en el Congreso y con una poderosa y despiadada oposición ha sido escaso, y por eso mismo su responsabilidad en el inmovilismo que se percibe es relativa, pero lamentablemente para las autoridades, se trata de un gobierno que ganó una elección prometiendo cambios que no se han llevado a cabo, y eso es lo único que importa a la hora de votar: las obras no las intenciones. Tras decenas de discursos encendidos clamando por dignidad y justicia y una seguidilla de elecciones, lo que se ha recibido a cambio es demasiado poco. Los avances -en seguridad, en control de la inflación, en legislación laboral- se diluyen en las torpezas de un gobierno que ni siquiera fue capaz de organizar a la altura de sus propias promesas la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado. Si las transformaciones siguen tan lejanas como en 2019, por qué no simplemente resignarse, tal como lo ha dicho en una entrevista uno de los consejeros republicanos. A estas alturas las izquierdas no deberían dar por ganada ninguna carrera, menos aun cuando ya se han roto tantas promesas. La sensación ambiental de decepción y fracaso es tan espesa que es posible que algo aun peor esté por suceder, por más improbable que ahora parezca.