Columna de Óscar Contardo: Lo mismo, pero distinto
La escritora croata Dubravka Ugresic nació en un país que ya no existe. Vivió una guerra fría, el derrumbe de un sistema político y la guerra en la ex Yugoslavia, un conflicto pavoroso, difícil de comprender desde este lado del mundo: naciones vecinas disputándose territorios minúsculos, pero con el peso de la historia sobre los hombros; pueblos que luego de coexistir en un mismo Estado por casi un siglo, se enfrentaron en razón a su pertenencia étnica y filiación religiosa. Hubo bombardeos, matanzas, desplazamientos forzados y genocidio. Ugresic se hizo un juicio propio de los acontecimientos. Una vez en el destierro, publicó decenas de artículos sobre la vida en esa patria difícil hecha de mosaicos y salpicada de sangre, con el ingenio y la sabiduría de quien sabe disimular los dolores con buen humor y escrutar a través de ellos una naturaleza humana más egoísta y cruel de lo que estamos dispuestos a reconocer.
En uno de sus artículos, la escritora mencionó los estereotipos culturales fraguados entre las distintas naciones que ocupaban un mismo territorio. Durante la existencia de Yugoslavia, los estereotipos eran solo parte del folclor local. Ugresic elaboró en esa nota una lista de los defectos y vicios que cada pueblo le endilgaba al otro: los eslovenos eran los tacaños; los montenegrinos, los vagos; los croatas, maricas y cursis; los serbios, brutos; los bosnios, idiotas; los macedonios, pueblerinos, y los albaneses, en la práctica no eran considerados personas. Sobre la minoría italiana se decía que comían gatos, y sobre la gitana, que robaban niños (una costumbre que también se les achacaba a los judíos en la Edad Media). Todo ese comidillo de estereotipos balcánicos cobró una consistencia distinta una vez que el país se dividió y los liderazgos políticos nacionales transformaron la identidad étnica y religiosa en una metralleta que debía ser usada.
El amplio arco de territorios que va desde los Balcanes hasta la orilla oriental del Mediterráneo, el llamado Levante, es una bisagra entre dos mitades del mundo en disputa permanente, un área poblada por una variedad de naciones siempre a merced de los caprichos de imperios mayores. Un linaje ancestral, una lengua, una religión o incluso la variedad de una misma creencia pueden llegar a ser excusas para armarse y buscar limpiar un área territorial de alguna minoría étnica. Lo que en algún momento pudo ser un rasgo irrelevante se transforma entonces en una amenaza que debe ser atendida de manera perentoria. La diferencia entre el momento de la convivencia pacífica y el llamado a las armas lo marca algún liderazgo en auge alimentado por los intereses en juego; asuntos que se deciden en despachos oficiales y que definen el destino de los comunes y corrientes. Pasó en los Balcanes, pasó en Medio Oriente. Ocurrió cuando Israel fue creado para alojar a un pueblo judío perseguido y sobreviviente del exterminio nazi, en un territorio en el que ya habitaba el pueblo palestino. Comenzó entonces una historia de desplazamientos forzados, guerras, resoluciones internacionales desoídas y procesos de paz intermitentes, con escasos momentos optimistas y muchos períodos como el de la crisis actual.
Así como israelí no es sinónimo de judío, ni árabe de musulmán, los palestinos de Gaza no son lo mismo que Hamas, ni el liderazgo de Netanyahu representa a todos los ciudadanos israelíes. Los detalles cuentan cuando de lo que se habla es de vidas en riesgo.
Las víctimas del ataque terrorista de Hamas del 7 de octubre lo son tanto como las del asedio y bombardeo constante del Ejército Israelí a la población civil de la Franja de Gaza. Lamentarse tanto por unas como por otras no tendría por qué incomodar a nadie. Condolerse por las víctimas no es lo mismo que elegir un bando. En ambos casos la tragedia ha alcanzado a esas personas y sus familias de un modo injusto y violento. Otra cosa es buscar entender la razón para que un movimiento integrista islámico como Hamas llegase a tener tanto poder en la Franja de Gaza. Tal vez una explicación sea que el aislamiento en que vive la población gazatí, con escasez de alimento y pésimas condiciones de vida, sea un buen escenario para que grupos extremos cultiven simpatías políticas entre una población exhausta y maltratada. Los terroristas, como los narcos, ven en la pobreza una oportunidad para reclutar adherentes jóvenes, sobre todo si se les ofrece un sentido y una causa con mandato divino. Sospecho que esa misma población no estará más abierta a la moderación luego de un bombardeo que derrumbó sus casas, cobró la vida de sus parientes y amigos, y destruyó sus templos. Es cierto que Israel es la única democracia de la región y que, a diferencia de los países del área, es una sociedad abierta a los derechos de la mujer y de la diversidad sexual. Pero también es cierto que mantiene una política de segregación humillante para el pueblo palestino.
El Medio Oriente es un espacio lejano. Sus ecos nos llegan porque la historia del mediterráneo es la fuente de nuestra forma de vida y porque las comunidades árabes y judías locales son parte de eso que llamamos identidad chilena: han ayudado a forjar el país desde el arte, la ciencia, la literatura, las humanidades, la industria, los negocios, la política. Son amigos, son parientes. Esas comunidades también aquí sufrieron discriminación y fueron estereotipadas. Desde la distancia y en el caso de la guerra en curso el único bando por el que vale la pena tomar partido es el de las víctimas, la compasión por quienes viven el desamparo y sufren la injusticia provocada por liderazgos políticos mezquinos obedientes a intereses mayores que el de los pueblos que gobiernan. Condolerse por una matanza perpetrada contra personas israelíes y solidarizar con la causa palestina no son acciones excluyentes. Parafraseando a Dubravka Ugresic, la identidad es algo sustituible, como los pasaportes, mientras que la integridad de las personas, su vida y esperanzas no lo es.