Columna de Oscar Contardo: Lo que realmente somos

Elisa Loncón


Ocurrió hace más de un siglo, en marzo de 1890. El diario El Fígaro atacaba con energía al gobierno de José Manuel Balmaceda. La oposición conservadora había apodado con desdén a parte de su gabinete como los “balmasiúticos”, mofándose con insistencia del origen social de algunos de ellos; eran ajenos a su círculo y, por lo tanto, no podía confiárseles nada: miren cómo se visten, escuchen cómo hablan, ríanse de lo que proponen. Uno de los políticos más criticados por El Fígaro era el liberal Acario Cotapos -abuelo del célebre compositor musical del mismo nombre-, diputado por Temuco. A Cotapos lo atacaban no tanto por sus ideas como por su aspecto. El Fígaro lo describía burlonamente como un “caballo moro, de 50 años, de ocho octavos de sangre araucana”. El diputado, según aquel diario, era un “antropófago”, un “jefe de pandillas inconscientes, de chusmas descamisadas”. El mensaje final de los insultos era que Cotapos -un hombre del sur, sin origen verificable en el gotha santiaguino- carecía de la dignidad necesaria para ejercer el poder político, simplemente porque no era como ellos. Esa manera de ver las cosas, de separar al mundo entre quienes nacieron para ejercer el poder y quienes no pueden llegar a ostentarlo porque sencillamente no les corresponde (ni lo llevan en la sangre), ha sido parte fundamental de nuestra convivencia, no sólo política, sino económica, incluso cultural. Una manera muy poco republicana y rabiosamente antidemocrática de distinguirnos entre nosotros. Un rasgo propio de nuestro ámbito cultural latinoamericano que hizo de la República un maquillaje blancuzco que disimula la persistencia colonial. Sin embargo, el hecho de que sea un aspecto compartido con los países de la región no lo hace menos dañino. La manera en que opera produce y reproduce desigualdad, y tal como sucede con las placas tectónicas en roce constante, acumula energías que tarde o temprano acaban liberándose de la peor forma.

El clasismo y el racismo han determinado por mucho tiempo la manera en que se distribuye el poder en América Latina; los rostros y los cuerpos de quienes habitualmente lo ejercen usualmente son los de una minoría, que cumple con ciertos atributos que tienden a relacionarse con una pertenencia social determinada, distinta incluso físicamente a la mayoría. Nacer en determinada familia y calzar con un fenotipo específico vale tanto o más que la capacidad de trabajo o las aptitudes profesionales o académicas. Que lo sea no es un asunto casual ni es responsabilidad de ciertos individuos: es una forma de vida que nos sobrepasa. El solo hecho de que tengamos tan asentado en nuestro imaginario cómo luce alguien que tiene “pinta de gerente” y qué rasgos constituyen a alguien con “pinta de lanza” es el síntoma de una cultura que marca hasta el cansancio ciertas fronteras sociales con guardabarreras que anuncian un “hasta aquí se llega”. Recuerdo a una persona contándome que en Europa había visto obreros rubios, como si eso contradijera el orden natural de las cosas; recuerdo un extranjero preguntándome por qué las personas que aparecían en los anuncios publicitarios eran tan distintas al resto de los chilenos que él veía en la calle; recuerdo una periodista explicándome que a la audiencia no le gusta “la gente fea” cuando le pedí que me diera una razón concreta que explicara por qué hay tan pocas personas morenas conduciendo programas de televisión. La escuché y pensé: entonces a la audiencia no le deben gustar los espejos.

Nuestro lenguaje está repleto de esas imágenes envueltas en un papel transparente y venenoso: quienes le gritaron a Ana Tijoux en un concierto que tenía un rostro propio de quien ejerce un oficio determinado, le estaban advirtiendo que no le corespondía estar arriba de un escenario, sino en otro lugar: uno oculto, irrelevante. Un lugar muy diferente a la portada de una revista, a la mesa de un directorio o a la testera del Congreso.

La imagen de Elisa Loncón presidiendo la Convención Constitucional es la de una mujer mapuche encabezando una etapa en la historia de nuestro país, pero también es el rostro, la imagen, el cuerpo, de millones de chilenos y chilenas educados en una cultura que los ha dispuesto durante siglos en un lugar secundario, un rincón apenas visible en donde no es posible tomar decisiones, sólo acatar. Es, además, otro síntoma de un cambio en curso, cuyo principal mensaje es que tener “ocho octavos de sangre araucana” ya no es más un insulto, porque hay millones que buscan mirarse en ese espejo y buscar allí una nueva fuente de comunión.

El domingo pasado fuimos testigos del inicio de una promesa, que no es la esperanza de una convención que solucione todos nuestros problemas, sino la promesa de una oportunidad para que aquello que realmente somos por fin aparezca, sobreponiéndose a siglos de límites coloniales que han condicionado no sólo una forma de ejercer el poder y un aspecto determinado digno de hacerlo, sino también una manera de trazar la línea que separa el orgullo de la vergüenza.

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