Columna de Oscar Contardo: Los amordazados
La dictadura había terminado, pero no la censura. El fin del régimen encabezado por el general Pinochet significó para la mayoría la sensación de un alivio profundo, una especie de satisfacción brindada por el contraste con la experiencia traumática anterior. En comparación, la democracia tutelada era tanto mejor que la oscuridad de una dictadura. Sin embargo, aunque en una intensidad distinta, la impunidad y el temor persistían. Cada tanto, el azote de un látigo recordaba que la libertad de expresión era una criatura mitológica que pastaba en un campo minado y cercado por torres de vigilancia desde donde los custodios -políticos, militares, religiosos y empresarios- monitoreaban discursos, comentarios y obras ajenas. El primer rebencazo ocurrió a poco tiempo de asumido el nuevo gobierno, cuando el director del Museo de Bellas Artes, tras recibir presiones de las autoridades, debió retirar dos obras -de Gloria Camiruaga y del colectivo Ánjeles Negros (sic)- de la primera exposición en democracia del museo. Los chicotazos continuaron con películas prohibidas -de Bigas Luna, Almodóvar y Scorsese-, reportajes de televisión y prensa escrita silenciados, libros de investigación periodística secuestrados por la justicia, campañas de sanidad pública boicoteadas, programas de educación sexual suspendidos y fondos literarios cuestionados con escándalo por la moralina de las autoridades a cargo. Durante gran parte de la transición hubo cancha libre para amedrentar el montaje de obras de teatro, performances o proyectos de artes visuales, como aquel Simón Bolívar de Juan Domingo Dávila que desató alharaca institucional, una escandalera que ojalá hubiera existido frente a los fraudes y crímenes a los que se les echaba tierra para no inquietar a quienes, a pesar de todo, contaban con inmunidad frente a la justicia. Aun en democracia había palabras sospechosas, no sólo en el ámbito político relativo a la dictadura, sino también sobre las que aludían al cuerpo o la sexualidad: palabras como condón, aborto o feminismo despertaban alarmas, y “corrupción” era un vocablo desconocido. Pronunciar o escribir ciertas expresiones en la oración incorrecta, en un contexto impropio, podía significar un telefonazo de alerta, un reproche instantáneo o derechamente el despido.
En Chile tenemos experiencia en mordazas y silenciamiento. La suficiente como para distinguir la censura real de la simulación acomodaticia que ahora denuncia la flamante centroizquierda por el Rechazo, el grupo también conocido como “Amarillo”, que incapaz de encajar su propio discurso con el nuevo rol de escudero de sus antiguos adversarios (que han preferido mantenerse en segundo plano), agita banderas de socorro desde su zona de privilegio, acusando a sus críticos de intolerancia. Sostienen ser víctimas de la “cultura de la cancelación”, una etiqueta diseñada en Estados Unidos para aludir al ostracismo al que podían ser relegados personajes poderosos debido a sus declaraciones o conductas misóginas, racistas o abusivas. Ya no podían decir ni hacer lo que se les antojara sin sufrir alguna consecuencia. Como suele suceder, la etiqueta se usa en Chile sin adecuación alguna a sociedades como la nuestra, con índices de concentración del poder -económico, político, simbólico- que brindan suficiente protección a quien esté bien dispuesto a decir las barbaridades más vulgares -como burlarse de los detenidos desaparecidos- si lo hace desde la vereda mejor embaldosada.
Formular críticas no es censurar. Tampoco lo es exigir explicaciones cuando las dudas abundan, ni pedir que políticos y políticas rindan cuentas de sus declaraciones o que se les pida algo de coherencia entre lo que declaran defender como ideal y a lo que finalmente adhieren como causa. El grupo autodenominado los Amarillos denuncia estar siendo “cancelado”, sin aclarar en qué consiste esa acción ni dónde se verifica. Si nos atenemos a la descripción original de la expresión “cancelar”, deberíamos estar frente a un caso de relegación o silenciamiento mediático evidente: la Centroizquierda por el Rechazo como un grupo de personas arrinconada en el ostracismo y el aislamiento, sobreviviendo en una Siberia social. Esto no es así. Cada una de las personas que integran los autodenominados Amarillos no sólo ha tenido la libertad, los micrófonos y las cámaras para expresar su preferencia de cara al próximo plebiscito, sino también han sido beneficiadas con una cobertura mediática generosa, si se toma en cuenta que la cantidad de personas a las que representan permanece aun ignota: escriben columnas, conceden entrevistas, aparecen constantemente en noticieros, son invitados predilectos en paneles de radio y de televisión y firman cartas públicas, desplegadas en insertos, semana por medio. Pero nada de eso parece ser suficiente para ellos, quienes se arrogan el rol de víctimas de censura e intolerancia sólo porque en las redes sociales reciben respuestas poco dóciles a su planteamiento de rechazar el proyecto constitucional para “volver a conversar” en unidad. Un eslogan lleno de baches lógicos, que ningunea el proceso democrático llevado a cabo, deja en la incógnita el método por el cual se retomaría esa “conversación” y elude informar específicamente los aspectos del texto sobre los que tienen reparos.
Lo que ha existido hasta ahora no es ni cancelación ni censura. Siguiendo la corriente de echar mano de conceptos importados, lo que ha caracterizado a la llamada Centroizquierda por el Rechazo es la apropiación cultural grosera de símbolos y movimientos sociales del pasado reciente. Esta táctica les permite posar de luchadores sociales arrojados contra la adversidad. Han llegado al extremo de poner a un mismo nivel la represión de una dictadura espantosa y un proceso abiertamente democrático e inclusivo, torciendo la realidad hasta transformarla en una caricatura absurda. Los Amarillos han tenido toda la libertad del mundo para hacer y decir lo que se les antoje para cumplir su objetivo, pero no pueden esperar que todos acaten en silencio la maniobra y que, encima, la opinión pública se resigne a que la unidad consiste en el remedo esperpéntico de un cantar de gesta ajeno que entonan mientras cruzan un puente con rumbo al pasado, peor que eso, en dirección a ninguna parte.
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