Columna de Óscar Contardo: Los anhelos de unidad
Nadie elige dónde nacer. Tampoco cuándo. Simplemente ocurre y eso supone condiciones, un entorno específico que determina la manera en la que se juzga el presente y se evalúa el pasado. Esas particularidades también dibujan aquello que aspiramos a lograr en el futuro. El método científico no viene incorporado a nuestras conductas innatas, tampoco crecemos con un sentido de la historia o una necesidad de situarnos en ella más allá del relato familiar de los hechos. Si tenemos suerte, ambos serán aprendidos gracias a la educación formal. Durante gran parte de nuestra vida el mundo es poco más que lo que nos rodea directamente, eso que nos afecta de modo inmediato; del mismo modo lo que esperamos de él estará determinado por una época y sus costumbres. Por ejemplo, según el censo de 1960, en Chile solo el 1,8 por ciento de la población urbana y rural mayor de 15 años del país tenía educación universitaria; llegar a la educación superior era entonces una expectativa que muy pocos podían alimentar. Asimismo, hasta hace unas décadas, para muchas mujeres la palabra emancipación podía consistir en poco más que comprar una lavadora para aliviar el trabajo doméstico.
La política, grande, pequeña o mezquina, actúa sobre esas realidades, la mayor parte del tiempo desalentadoras, en ocasiones brutales y muy de tarde en tarde, luminosas.
Cada vez que se invocan conceptos como “reconciliación”, tan repetido durante los primeros años del retorno a la democracia, o de “unidad”, tan requerido en momentos de crisis política, se hace sobre un supuesto: hubo un tiempo anterior en el que esas palabras se vivieron en plenitud. Cada persona que la pronuncia proyecta en ellas su propia idea de pasado ideal, sin conflictos, ni roces, ni grupos que aspiraran a transformar el mundo, ni quienes se opusieran a que tal cosa sucediera. No se me ocurre un período en la historia de nuestro país cuando aquel ideal hubiera sido la experiencia cotidiana extendida. Ni en la gesta de independencia, ni en los años anteriores a la guerra civil del 91, ni en los posteriores; ni en las primeras décadas del siglo XX, ni en las que siguieron. Aún me hace gracia recordar el momento en el que un amigo me informó su calidad de carrerista, una identidad que a mí me parecía perdida en libros de historia, pero que para él -por su origen, su historia familiar y sus inquietudes intelectuales- resultaba muy actual. Inmediatamente me declaré o’higginista. Las discrepancias abundan, el modo en que se gestionan, también.
Si por “unidad” vamos a entender la ausencia de conflicto político y social, no me parece una aspiración muy realista. Nunca ha sido así. La diferencia está en la manera en que se encauzan los desencuentros, la forma en que los intereses se negocian y las demandas de cambios de las mayorías son satisfechas. Tampoco resulta conducente asimilar la idea de “reconciliación” y “unidad” como opuesta a la legítima aspiración de justicia, cuando aún hay personas que no conocen el destino de sus familiares desaparecidos durante la dictadura instalada tras el Golpe. Argumentar un día que lo mejor es olvidarse de ese periodo que duró 17 años, pero a la vez justificarlo acudiendo a otro pasado anterior, el del breve gobierno de Salvador Allende, es un malabarismo fugaz e inconsistente. Si defender la democracia significa hacerla desaparecer y esperar que ese acto no tenga consecuencias a largo plazo, el objetivo entonces no es la unidad, sino otra cosa parecida a la cultura del sometimiento como forma de vida. Los crímenes fueron muchísimos, cometidos hasta los últimos años de la dictadura por una burocracia establecida dentro del Estado y ejecutados a lo largo del país y en el extranjero. Exigir responsabilidad a las víctimas que apenas han logrado migajas de justicia, bajo la excusa de que sus demandas son “divisivas”, es trastocar la realidad hasta lo enfermizo.
Han pasado cinco décadas desde el Golpe de Estado. La Guerra Fría, el acelerante de las dictaduras del Cono Sur, ya es historia. Las condiciones de vida de la mayoría de los chilenos y chilenas no son las de hace medio siglo, y están muy lejos de las que tuvimos en dictadura. Quienes añoran el orden y la seguridad callejera del régimen solo eligen un aspecto muy acotado de su experiencia personal, privilegiada, sin dar cuenta de la pobreza y la opresión en que vivía la mayor parte del país. Tampoco resulta muy provechoso arroparse en la nostalgia de los primeros años de una transición atravesada por el miedo a la intervención militar, y luego, después de la crisis de 1998, por la apatía creciente de una población que comenzó a desconfiar de las instituciones de la democracia.
La invocación a la “unidad” nacional, que tantos repiten sin aclarar a qué se refieren cuando la mencionan, se parece demasiado al anhelo de quien busca vivir en la total ausencia de conflicto o discrepancia pública, algo que solo ocurre bajo el imperio del miedo. Más que clamar por un espejismo en el que cualquiera puede proyectar un reflejo individual, nostálgico y sentimental, lo que convendría sería fortalecer la convivencia democrática, la posibilidad de disentir y discutir puntos de vista sin temor a represalias, con la tranquilidad que dan los contrapesos de poderes y el respeto mutuo. Lograr una convivencia en donde el valor de los hechos no dependa tanto y tan escandalosamente de quienes suelen tener el poder suficiente para frenar la justicia y torcer los datos de la historia y de la actualidad (como sucede hoy con el cambio climático). Un país en donde el significado de palabras tan importantes como patriotismo y libertad no pueda ser capturado por un puñado de abusadores y matones para delinquir en su nombre y obligar al resto a aceptar que escudarse en una coartada es lo mismo que decir la verdad.
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