Columna de Oscar Contardo: Los desentendidos
El 10 de diciembre de 2017 el entonces candidato a la presidencia Sebastián Piñera anunciaba que, de concretarse su segundo mandato, crearía una defensoría de las víctimas y reforzaría las fuerzas policiales. En ese punto enfatizó su voluntad de frenar el desprestigio de Carabineros; lo dijo sin mencionar los escandalosos fraudes descubiertos en la institución, una corruptela extendida en el tiempo, que venía dañando gravemente la confianza de la ciudadanía en la policía uniformada. Para el candidato, Carabineros era algo así como la víctima de un complot de origen desconocido que estaba afectando su honra; su misión como presidente sería, entonces, limpiar esa mancha y respaldar a la policía militarizada con mayores beneficios y mejor equipamiento. Después de los anuncios y reflexiones criticó al gobierno saliente, afirmando que “durante la administración de la Presidenta Michelle Bachelet la delincuencia y el narcotráfico han crecido de forma alarmante”. Días antes de estas declaraciones, en un debate en la televisión, Sebastián Piñera había exhibido un gráfico de barras tramposo que sugería un aumento explosivo de la delincuencia bajo el gobierno de la expresidenta Bachelet, algo que no sucedió.
Han pasado más de cuatro años desde los anuncios antes descritos y, quizás, la única promesa que se cumplió fue la de comprar equipamiento para Carabineros -desde tanquetas hasta cascos con cámaras que no funcionan- y blindar a sus integrantes de cualquier crítica a sus procedimientos. Todo lo demás, sencillamente, no ocurrió. De hecho, en junio de 2021, Katherine Martorell, en ese entonces subsecretaria de Prevención del Delito, anunció que, según la encuesta nacional de seguridad urbana, el 84,3% de las personas consultadas pensaba que la delincuencia había aumentado en el país. Esa era la percepción, pese a las restricciones de desplazamiento -cuarentenas, toques de queda- establecidas como respuesta a la pandemia. Mientras tanto, la situación de la inmigración descontrolada, que las mismas autoridades se habían encargado de vincular con el aumento de la delincuencia, no había dejado de crecer. La política que el gobierno puso en marcha sobre el asunto era confusa: por un lado, expulsiones ampliamente difundidas de ciudadanos haitianos, y por otro, una invitación mediática extendida a todos quienes huían de la catástrofe política y social venezolana, para que buscaran refugio en Chile. En ambos casos el fenómeno de los migrantes indocumentados era tratado públicamente como una crisis santiaguina, dándole la espalda a lo que estaba ocurriendo en el resto del país. Finalmente, en estos cuatro años tampoco mejoró la relación entre Carabineros y la ciudadanía, un vínculo que venía dañado desde la Operación Huracán, se quebró luego del asesinato de Camilo Catrillanca en 2018 y acabó fracturándose después del estallido de 2019.
Lo que sí efectivamente ocurrió durante el segundo período presidencial de Sebastián Piñera fue un deterioro evidente en todos los parámetros de orden y seguridad que el mismo gobierno había usado como referentes durante la campaña electoral de 2017. Según la fiscalía, el número de homicidios en las tres regiones del extremo norte se duplicó entre 2020 y 2021; para el mismo período, la PDI estableció un incremento de los delitos informáticos de entre el 30 y el 45%, en tanto Carabineros informó que durante las primeras semanas de 2022 los delitos de mayor connotación social aumentaron en un 11%. Las balaceras callejeras se han hecho frecuentes, no sólo en la periferia de las grandes ciudades, y nada indica que el narcotráfico haya retrocedido durante el período de gobierno que está llegando a su fin. Frente a todos estos hechos, el oficialismo ha evitado, como es usual, hacerse cargo y asumir alguna responsabilidad en la situación actual. Ni pensarlo. Los reclamos de los alcaldes de los municipios que padecen con mayor rigor el crimen organizado son descritos como “aprovechamiento político” por el gobierno central, que parece haberse desentendido de una crisis tan grave como la que está ocurriendo en Iquique y Alto Hospicio. Aun más, dirigentes de su propio sector ya están culpando del tema al gobierno que aún no asume, tal como antes esquivaban hacerse cargo de los problemas explicando que eran herencias ingratas del gobierno que los precedía y, por lo tanto, no les incumbía ofrecer soluciones.
El panorama actual es el de un país abandonado a la inercia por un gobierno que sencillamente ya dio por finalizado su trabajo. Mientras empacan valijas de mudanza, van acumulando sobre una mesa de arrimo las facturas impagas: el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que constata “que la respuesta del Estado a las manifestaciones, por parte de los órganos encargados del orden, se caracterizó por patrones de violencia y el uso excesivo de la fuerza”; el informe de la Cepal que verifica un aumento de la pobreza y desigualdad en el país, y el fracaso de los planes para detener la crisis de violencia en La Araucanía. Quienes hace cuatro años pidieron a los chilenos y chilenas su voto, prometiendo orden y prosperidad, simplemente dieron por finalizado su periodo y comenzaron a buscar rápidamente alguien a quien culpar del desastre que han dejado tras su paso por el gobierno.