Columna de Oscar Contardo: Los invasores
En 1902 Augusto D’Halmar publicó Juana Lucero, una novela sobre la hipocresía, la corrupción política y el abuso de poder; el libro tuvo buenas ventas, pero sufrió la indiferencia de la prensa escrita del momento, que lo juzgó inapropiado en los temas que abordaba y peligroso en sus mensajes. D’Halmar finalmente canceló su proyecto original que incluía otras dos publicaciones que conformarían, junto a Juana Lucero, una trilogía llamada Los vicios de Chile. Décadas más tarde, en 1962 se estrenó en el teatro Los invasores, una obra de Egon Wolff. La historia pone en escena a una familia burguesa -el mundo de origen del propio dramaturgo- que debe enfrentar la irrupción en su casa de hombres y mujeres extraños, personajes mal vestidos, que se mueven de un modo que a ellos les parece perturbador y amenazante. La familia protagónica pasa del desconcierto al pánico. En su estreno la obra, a estas alturas un clásico del teatro chileno, fue desdeñada por la crítica conservadora. Para el autor, además, significó un conflicto con su entorno familiar: hubo parientes que se sintieron aludidos por las metáforas políticas que suponía la trama en medio de una época de cambio social. Casi medio siglo después, durante el proceso de producción de la serie Los Ochenta, que comenzó a ser emitida en 2008, los ejecutivos del canal que la transmitió tenían serias dudas de que fuera una buena idea ponerla al aire. Según ellos, a la audiencia no le iba a interesar ver en televisión un elenco conformado solo por personas morenas.
Tres ejemplos en distintas décadas de una misma manera de mirar el mundo. Una cámara de eco centenaria, en donde un grupo repite hasta la saciedad que hay historias que nadie debería escuchar, gente que sería mejor no tener cerca, personas que deberían permanecer ocultas porque su aspecto ofende o molesta. Para lograrlo a veces usan el ninguneo, en ocasiones la censura y siempre distintas dosis de negación.
El éxito de la Lista del Pueblo en las elecciones de la Convención Constituyente provocó una sorpresa en un universo en donde todo lo que ocurre más allá de sus dominios cotidianos es considerado amenazante, personas que sólo escuchan a quienes confirmen y reconfirmen sus propios diagnósticos. Para ellos, los resultados de las elecciones del pasado fin de semana fueron una sorpresa mayúscula, básicamente porque los expertos y analistas en los que confían -tal como ocurrió antes del pasado plebiscito- les habían asegurado otra cosa, un resultado diferente, que se ajustaba a la perfección con lo que ellos querían escuchar.
¿Quién es esa gente? Preguntaba al aire una periodista en un programa radial, refiriéndose a los flamantes constituyentes, como quien descubre repentinamente infiltrados en una fiesta privada. “¿Qué hacen ellos en mi democracia?”, pudo haber agregado para conservar el fraseo. Eran muchos, y la mayoría jamás había aparecido en los radares del poder que se desliza en las comidas apropiadas y en los bares favoritos de los entrevistados populares. Eran hombres y mujeres que no frecuentan los paneles de televisión a donde suelen ser convidadas a dar sus puntos de vista personalidades que -sin representar a nadie, ni demostrar logro profesional alguno, ni menos tener una obra que las avale- van en razón de sus pertenencias familiares o del último árbol al que se habían arrimado para conservar una visibilidad que jamás tendrían de no ser por la casualidad del destino combinada con su falta de autocrítica.
Luego de los resultados de la Convención Constituyente ha quedado en claro que hay un mundo demasiado ancho que no aparecía representado en los medios, que no participaba del debate nacional, que nunca se les vio en la televisión, ni se les escuchó en las radios, personas que -ahora sabemos- trabajan en un cúmulo de causas que tienen como factor común enfrentarse a diferentes formas de abuso. Esos hombres y mujeres no encontraron un lugar en los partidos políticos, no fueron escuchados por las autoridades, ni atendidos por institución alguna, sin embargo, confiaron en la democracia. Sólo por eso merecen el respeto que significa ser tratado como representantes de comunidades que aspiran a lograr una vida mejor y no como advenedizos, invasores o sospechosos de los que es posible hablar con desdén, ejerciendo una práctica tan propia de quienes nunca han debido hacer ningún esfuerzo para ser escuchados en sus demandas, porque el destino los estaba esperando con su lugar asegurado a la derecha del poder, con un escaño reservado desde la cuna y los micrófonos siempre encendidos para recoger todas sus reflexiones, por más banales y vacías que ellas sean. La diversidad en la composición de la Convención Constituyente es una señal de que la negación es una herramienta agotada, y que hay un dique de contención sobrepasado por los hechos y una cultura del pavor social que no tiene sentido seguir cultivando si lo que todos queremos es un nuevo contrato de convivencia y prosperidad.
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