Columna de Óscar Contardo: Los pobres como excusa

Dedvi Missene
12 JUNIO 2023 GONZALO WINTER, DURANTE SESION DE SALA. FOTO: DEDVI MISSENE


Los hechos son claros. La participación en las elecciones venía descendiendo desde mediados de los 90. La inscripción automática y el voto voluntario establecido en 2009 intensificó la distancia de una parte importante de los chilenos y chilenas con los procesos eleccionarios. En adelante, en las presidenciales participaría menos de la mitad de las personas que podían hacerlo, el desplome se repetiría en parlamentarias y municipales. Aquellos que votaban con mayor frecuencia serían quienes pertenecían a los sectores medios y acomodados con una adhesión política bien definida, lo que naturalmente provocaría un círculo vicioso: si quienes efectivamente sufragan comparten un perfil social y cultural similar -independiente de su orientación política-, los candidatos inclinarían sus campañas y propuestas a ese segmento de la población, una decisión estratégica que repercute en los sectores de menos ingresos que no ven reflejadas sus inquietudes en la contienda democrática.

La brecha entre los más pobres que no votan y quienes sí lo hacen creció con el voto voluntario, y lo hizo al ritmo del descontento y la desafección a la democracia. El voto obligatorio no cierra esa distancia automáticamente, pero es una medida que ayuda a disminuirla y obliga a los actores políticos -partidos, dirigentes, candidatos- a hacerse cargo de una diversidad social mayor que la representada con el voto voluntario. La única forma de que se cumpla esa obligatoriedad es estableciendo una multa para quienes no acudan a sufragar y no se excusen previamente, acogiéndose a ciertas causas predeterminadas. Esta medida, además, es coherente con la historia de la democracia chilena, cuya evolución desde el siglo XIX tiene como una constante la ampliación de un derecho desde un círculo de privilegio -varones de cierta edad y rango social- hacia sectores que demandaban participación independiente de la renta percibida, del género, del nivel de estudios y de la dependencia laboral.

El diputado Gonzalo Winter, del Frente Amplio, intervino en la Cámara esta semana en la discusión sobre la reforma electoral, argumentando en contra de multar a quienes no voten con la siguiente reflexión: “¿Quiénes son los que no votan? A los que quieren obligar, forzar, a ir a votar, son los pobres, por eso es que este proyecto es antipobres. Es castigar a los pobres por no participar de nuestra fiesta”. Una retórica de apariencia benevolente -defensa de las víctimas del sistema- desde una lógica que separa a esas personas, “los pobres”, de un “nosotros” descrito como “dueños de la fiesta”. Es probable que el diputado Winter hubiera querido deslizar una ironía, pero esa intención quedó sepultada por la pesada carga cultural que representa un discurso como ese viniendo de alguien que representa una nueva generación de izquierda. La reflexión del diputado evoca la mentalidad conservadora de principios del siglo XX que consideraba a “los pobres” como una suerte de “hermanos menores” con los que solo es posible relacionarse desde el paternalismo y la caridad, palabras que a estas alturas resultan profundamente clasistas, porque suponen un basureo inconsciente a la historia de hombres y mujeres que durante un siglo demandaron un derecho y que durante una violenta dictadura buscaron la manera de volver a votar para recuperar la democracia.

El razonamiento que permea la frase del diputado es un ejemplo del ancho repertorio clasista que suelen exhibir ciertas dirigencias políticas locales, solo que en una versión mal disimulada por un baño de abajismo dulzón. Por un lado, la autopercepción de defensor de los desposeídos, por otro, el reflejo cóncavo de un progresismo de baja intensidad, que supone la superioridad benefactora propia de quien se reconoce como un privilegiado, pero no uno cualquiera, sino uno rebelde al statu quo, que sin embargo no deja de mirar a quienes dice defender como una categoría aparte a la que es imposible tratar como un igual, porque en el fondo no lo es ni lo será. Confunde entonces el respeto con la condescendencia, la justicia con la caridad y la identidad política de izquierda con una adición de gestos discontinuos, sin más columna vertebral que los golpes de efecto en las redes sociales. La frase del diputado Winter expresa la futilidad de un abajismo que no acaba de cuajar y se acomoda a las circunstancias lo mismo que un líquido adquiere la forma del recipiente en el que se vacía. En este caso, el recipiente indica que es probable que la ultraderecha tenga eco en las comunas de menores ingresos en las próximas elecciones y que tal vez no sea bueno que sus habitantes acudan a votar.

“¿Qué hacer con los pobres?” es el título de un libro del historiador Luis Alberto Romero sobre la relación entre la élite y los sectores populares en Chile durante el siglo XIX. La frase del diputado Winter indica que transcurrido siglo y medio muchas cosas han cambiado, menos la persistencia de una mentalidad que filtra incluso entre quienes agitan banderas de cambio durante la temporada de elecciones, solo para acabar ondeando las mismas lógicas de antaño una vez que han asumido el poder. El Frente Amplio debería enfrentar con mayor seriedad el desafío pendiente que tiene entre los sectores de más bajos ingresos, ese mundo del que rehúye. La manera en que la identidad del Frente Amplio se transformó en una caricatura, la del “ñuñoíno”, es tal vez injusta, pero cobra sentido cada tanto a través de las declaraciones de dirigentes que hablan como si su audiencia fuera la sobremesa familiar, la asamblea universitaria de los convencidos o los amigos del asado del viernes. Aquí el problema ya no es a quién invitar a la fiesta, sino el peligro de que ya nadie quiera asistir a ella porque tiene fama de rancia y de inconducente.

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