Columna de Óscar Contardo: Mejor hablemos de estatuas
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La bochornosa confusión institucional en torno a la ubicación final de la estatua del general Baquedano tiene mucho de absurdo y algo de trágico. Toda la épica que supone erigir un monumento o tumbarlo, defenderlo o atacarlo, finalmente ha quedado reducida a un malentendido legal y burocrático (otro más) que se agrega al mediocre epílogo que ha tenido la crisis iniciada en 2019. El relato final sobre el origen del estallido, reinterpretado por los sectores conservadores a conveniencia, ha persistido en negar las causas profundas de lo acontecido -abuso, desigualdad, hastío-, causas que en algún minuto llegaron a reconocer, para luego desdecirse y dejar reducida la revuelta y las jornadas de protestas a un complot delictual de una izquierda sobrepasada por su propia ineptitud.
Ya poco importa la secuencia de los hechos, porque se ve que la izquierda en el gobierno no fue capaz de articularlos, reflexionar sobre ellos y proyectarlos. Solo reaccionan frente a un adversario que sabe cuáles son sus muchos flancos abiertos por la impericia y la falta de aplicación. Si los grandes cambios anhelados no se concretaron, qué sentido tendría entrar en conflicto por la ubicación de la estatua de un hombre cabalgando. Lo que cabe es enfrentar que, una vez más, la derecha ganó aun perdiendo las elecciones. No sólo ganó, arrasó. Logró imponerse derrotando el primer proyecto constituyente y de ahí en adelante la izquierda en el gobierno no hizo nada más que reaccionar como un cuerpo sin autonomía, incapaz de establecer una propuesta propia.
Podría elaborarse una galería de fotos y declaraciones comparando el antes y el después. En el antes, por ejemplo, aparecían las banderas de los pueblos originarios, los saludos en lenguas indígenas, los informes de las violaciones a los derechos humanos durante el estallido y los simbolismos de todos esos cambios que empujaría la nueva generación política en el poder. Era pomposo, autoindulgente, de una ingenuidad sobrecogedora, soberbio o incluso contradictorio, pero al menos bajo toda esa gestualidad excesiva había retazos de algo real, de un proyecto, de una mirada o, al menos, de un impulso a construirlo. En el después ya nunca más se habló de la causa mapuche, de no ser por los últimos incendios en el sur, y no exactamente para reivindicarla, sino para sembrar sospecha; la crisis de derechos humanos del estallido desapareció de los discursos, pese a la tragedia de los suicidios de las víctimas de trauma ocular; el Presidente, que como candidato prometía reforzar el laicismo del Estado, acabó elogiando al arzobispo a la salida de la Catedral, desentendiéndose de las promesas a las víctimas de abuso clerical y pulverizando la bandera feminista en una rueda de prensa esperpéntica aplaudida solo por unos incondicionales que ven en la crítica una traición a una causa que ellos no supieron asumir.
Cinco años parece ser un plazo breve para la historia, pero uno muy extenso para la política. En este caso, ha sido ambas cosas a la vez: un periodo fugaz y eterno. Doble y bifronte como dos discursos opuestos que se anulan por incapacidad, flojera o falta de escrúpulos. La izquierda, incluso, asumió rápidamente el lenguaje propuesto por los sectores más conservadores como una herramienta propia: ahora todo es octubrismo, woke o permisología. El progresismo más mediático adoptó este dialecto con una docilidad conmovedora. Lo repiten sin reflexionar sobre lo que involucra, acatando el dominio que supone usar ese lenguaje con la inocencia de los aturdidos por un golpe del que todavía no terminan de incorporarse. No es pragmatismo, porque si lo fuera tendría algún grado de eficiencia que en este caso no se verifica: descoordinaciones de las que nadie se hace responsable, vocerías desprolijas, verificaciones que a nadie le interesa constatar.
En julio de 2020 escribí en este mismo espacio sobre lo ocurrido el verano de aquel año con la estatua del general Baquedano en Santiago y sobre el movimiento internacional contra los monumentos a antiguos próceres que, vistos desde la actualidad, eran juzgados como impropios de ser homenajeados: soldados secesionistas en Estados Unidos, magnates del comercio de esclavos en Europa. Una generación había decidido ajustar cuentas con el pasado colonial, un plan que parecía no tener un impulso político claro hacia el futuro. Ahora, parece haber llegado el momento de una restauración ultraconservadora, allá y acá, a la que nadie sabe cómo responder con eficacia.
Hace cuatro años escribí que no tengo nada en contra de las estatuas. Tampoco nada a favor. Los veo como artefactos, como una manera de vincular la ciudad con la historia. Una fórmula que se me hace añeja, de un mundo que ya no existe. Hay otros modos de homenajear. El problema en el caso del general Baquedano -y la propuesta de levantar una estatua del expresidente Piñera- es que una crisis de la magnitud de la ocurrida en 2019 haya decantado hasta el punto en que se terminó hablando de monumentos, de bronces y plintos, en lugar de estar reflexionando sobre la verdad de lo ocurrido y el modo en que podemos evitar que algo así vuelva a suceder, es decir, pensar en el país. Mejor hablemos de estatuas, porque aquí no ha pasado nada. Que la izquierda aún no pueda hacerse cargo de la derrota del plebiscito de 2022 tiene mucho que ver con haber llegado hasta este punto.
Las responsabilidades de que esto acabara de este modo son compartidas entre quienes siguen negando la existencia de demandas por cambios reales y quienes no supieron ejercer el poder que les dio el electorado al confiarles el gobierno. Donde quiera que se disponga la estatua del general Baquedano, en adelante ya no solo simbolizará la biografía de un soldado, también estará impregnada del fracaso de una generación política que supo prometer tanto y, una vez en el gobierno, cumplir tan poco.
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