Columna de Óscar Contardo: Nada de esto era lo prometido

Daniel Andrade, Catalina Pérez y Carlos Contreras.
Daniel Andrade, Catalina Pérez y Carlos Contreras.


Envejeció pronto, a paso veloz, como los tiempos que corren. La promesa de una coalición política renovadora, bienintencionada y consciente de las demandas de su tiempo no era novedosa, nada que no se hubiera vivido antes durante el siglo recién pasado o incluso el anterior. La figura de los jóvenes aguerridos y virtuosos que intentan romper con todo anquilosamiento anterior ha sido un cliché -encantador, esperanzador- que se disfraza de originalidad década por medio, pero que, en este caso, cobraba una particularidad especial: el país había sido testigo de su surgimiento y auge en tiempo real. Desde 2006 en adelante, los jóvenes de esta nueva generación no habían dejado de crecer frente a nuestros ojos, como escolares y luego como universitarios. Fueron los dirigentes de un movimiento político de izquierda que tomaría el puesto de las fracasadas generaciones ochentera y noventera asfixiadas por sus antecesores, resignadas al segundo plano, sosteniendo maletines ajenos, aplaudiendo ideas enjauladas en salones de eventos y reuniones VIP. Supieron leer el descontento y la decepción, lograron interpretar las nuevas demandas que los líderes en decadencia no lograban siquiera mirar de frente, pusieron nombre a los abusos imperantes y clavaron banderas nuevas para hacer su propia carrera rumbo al poder. Pero en algún momento de ese ascenso perdieron contacto con la calle, con los hombres y las mujeres que marcharon acompañando sus lienzos, con las personas de las que se jactaban tener un conocimiento pormenorizado. Un desvío leve que se fue ensanchando, hasta que perdieron de vista la muchedumbre, justo cuando la decepción y la sensación de desamparo mutaban en rabia, una ira ciega que ahora está siendo cosechada y manipulada por sus adversarios de la ultraderecha.

El nombre de la fundación Democracia Viva a estas alturas perece un sarcasmo autoinfligido, una mala broma que alguien guardó en una botella y lanzó a un mar que la devolvió a la costa en el momento de la resaca ultraconservadora. La lectura de ese mensaje en la botella ha sido pública, y el veredicto está zanjado: no son distintos, no son nada nuevo, son lo mismo de siempre. Por mucho que los militantes y simpatizantes más fieles del Frente Amplio se esfuercen, para el electorado general no hay diferencia entre un partido y otro de su coalición, ni tampoco entre esos partidos y el gobierno. La historia y el arco que hay entre Revolución Democrática, Convergencia Social y Comunes son tan breves y acotados vistos desde fuera, que no es posible refugiarse en la comodidad de no estar involucrado directamente en las denuncias de probable corrupción. Y eso no tiene que ver exactamente con el poder mediático que tenga la oposición, ni con el coro de críticos a la gestión oficialista, sino con una realidad que muchos de sus adherentes no han querido ver, que les pasó la cuenta en las últimas elecciones parlamentarias -cuando la ultraderecha logró una representación de cuidado- y luego en el plebiscito de septiembre. Ni la idealización del pueblo, imaginada por cierta izquierda, es concordante con los hechos, ni los discursos de cambio que difundía Revolución Democrática, coherente con las últimas noticias sobre las transferencias directas de fondos del Estado a una fundación recién creada. Parafraseando las declaraciones de Lautaro Carmona, secretario general del Partido Comunista, es difícil creer que sea pura casualidad que quien asigna recursos públicos milite en el mismo partido que quien los intermedia sin que exista algo convenido con anterioridad. El propio Frente Amplio surgió, entre otras cosas, porque la palabra “corrupción” era difícil de pronunciar públicamente en Chile sin recibir amonestación. No había fraudes, sino irregularidades. Justamente la nueva generación se había levantado en contra de una cultura política que hacía del ejercicio de mirar hacia el techo frente a los robos parte de su etiqueta de buenas maneras. Así fue como se fue sembrando la desconfianza en las instituciones democráticas, una sospecha generalizada que estuvo bien disimulada mientras el voto fue voluntario. Ahora ya no lo es y son otros quienes están gestionando esa desconfianza.

El empate con la derecha no sirve como argumento, entre otras cosas porque las expectativas que generaba el Frente Amplio en su relación con el dinero eran muy distintas a las que se tienen con la oposición. La mancha contaminante, que se extendió a todas las fundaciones gracias al caso Democracia Viva, puede servir de algo: legislar para controlar una marea de fondos provenientes del Estado que pueden acabar en organizaciones con un domicilio de pantalla. Cientos de millones de pesos que pasan de una cuenta a otra sin justificación más contundente que las relaciones políticas o de amistad y las buenas intenciones declaradas en una misión institucional que no es más que un cúmulo de palabrería. Claramente la responsabilidad directa en este caso es de un partido, Revolución Democrática, pero las consecuencias sobrepasan con mucho a sus dirigencias: han salpicado a todas las fundaciones y se acercan peligrosamente al gobierno.

Si los gobiernos de la Concertación y de la derecha acabaron siendo percibidos como repartijas de poder entre políticos y políticas con vínculos de militancia de provecho mutuo, relaciones familiares estrechas, franco nepotismo o círculos concéntricos de una misma clase social, la actual coalición está en riesgo de algo no muy diferente. El gobierno del Presidente Gabriel Boric está dando demasiadas señales contradictorias con su discurso público de cara a los ciudadanos, ofreciendo una gestión desprolija mucho más allá de la feroz oposición que enfrenta, con un patrón que se repite: personas que llegan al lugar en donde se toman decisiones en virtud de sus cercanías de amistad con el poder y no por sus capacidades políticas, profesionales o técnicas demostradas. El caso más evidente es el de la fundación Democracia Viva: un grupo blindado por la pertenencia a un círculo en el que ciertos compadrazgos son más valiosos que el trabajo bien hecho. Independiente del ámbito de lo legal o ilegal, se trata de una confusión de relaciones cuyas consecuencias pueden ser muy graves para una democracia que desde hace dos décadas viene demandando una conducta más ética de sus gobernantes. El peligro de un “que se vayan todos” está aquí y ahora.

La promesa del Frente Amplio y de este gobierno era otra, muy distinta, y el costo de traicionarla será otro fracaso más en nuestra historia.

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