Columna de Oscar Contardo: Nueva era
Podemos definir el nuevo comienzo con las palabras de un hombre joven, veterano de las movilizaciones de 2011 y parte de la generación que supo identificar el malestar, quien ha asumido como Presidente de la República prometiendo, ya no sólo ante las instituciones, sino ante “el pueblo y los pueblos de Chile”.
Podríamos imaginarnos un arco enorme atravesando las últimas décadas. Podría despuntar en 2006, cuando los estudiantes secundarios desnudaron la grieta mal disimulada de una política educacional que segregaba en tres estamentos el destino de los escolares. El primer elefante en el salón de una democracia que había estado descansando en la satisfacción arrogante de una élite que había perdido de vista las incongruencias del sistema. Aquella revolución de mochilas, jumpers y cotonas fue la imposta de base en la arquitectura de este arco que después se elevaría en una primera dovela la tarde de agosto de 2010, cuando poco más de dos mil personas marcharon por la Alameda para rechazar por la inminente aprobación de un proyecto termoeléctrico en la Región de Coquimbo. Era la primera vez que un grupo tan numeroso se congregaba para una protesta relacionada con el medioambiente, una marcha inusual; no había sido convocada por partidos políticos y reaccionaba a un asunto que ocurría lejos del horizonte metropolitano. Aquella manifestación era una rareza en un país cuya opinión pública solía ordenar sus prioridades en torno a la capital y poco más allá. Un asunto exótico para los medios tradicionales, una preocupación alejada de la estrecha mirada de los partidos con representación en el Congreso que desde hacía lustros habían tomado distancia de las inquietudes de aquellos a quienes decían representar. Qué podía importar una bahía en el desierto, una comunidad alarmada; a quién les interesaban los pingüinos, la sequía, los relaves tóxicos; quien querría escuchar a las feministas, a las disidencias sexuales o a los pueblos indígenas. Mirada en retrospectiva e independiente de los resultados que se alcanzaron, aquella protesta de agosto de 2010 dio un indicio de que algo había empezado a cambiar: los temas considerados de interés público, la manera en que las personas se estaban involucrando en política a partir de causas puntuales, la fragilidad con que las instituciones reaccionaban frente a las demandas ciudadanas. Un rechinar de tabiques, el crujido de los cimientos, el azote de la hoja de una ventana contra un marco ya viejo y desencajado.
Las denuncias de cobros indebidos en servicios y multitiendas, las alzas sin explicación en medicamentos y en los planes de salud privados serían en adelante como una gotera en medio de la noche. La normalidad consistía en someterse y soportar un repiqueteo molesto y repetitivo que irrumpía en los noticieros y en la prensa. La resignación era necesaria para la estabilidad, una suerte de maltrato sistematizado que había tenido su clímax en el desastre del Transantiago, pero que cambió de consistencia a partir de 2011 con las movilizaciones de los estudiantes de educación superior, que alertaban sobre las generaciones de jóvenes endeudados por un crédito diseñado a la medida de los bancos y un sistema que prometía algo que a fin de cuentas no estaba cumpliendo: promoción social y mejoramiento de las condiciones de vida de las familias. Los dirigentes de 2011 encauzaron el arco en ascenso y dotaron al malestar imperante de un lenguaje simbolizado en la palabra “lucro”. Ellos dotaron de sentido a algo que hasta ese momento era un malestar sin bordes ni forma. La lengua franca en torno al abuso amplió su vocabulario con las denuncias de colusión, con las alzas injustificadas de los planes de las isapres y los cobros desmedidos en todo tipo de servicio. El malestar se extendió a lo largo de la geografía, y las comunidades acorraladas por la arrogancia central salieron una y otra vez a las calles y carreteras en Magallanes en 2011, en Freirina y Aysén en 2012, y en Chiloé en 2016. El principal reclamo era el abuso y el abandono. Frente a cada urgencia la respuesta era la misma: un contingente de Fuerzas Especiales de Carabineros y alguna mesa de trabajo con vista a un pasillo interior. El arco llegó a su punto clave cuando en 2014 comenzó a develarse el entramado de financiamiento ilegal a la política, sumando al vocabulario del descrédito la palabra impunidad. La curva del arco fue acercándose al suelo en la medida en que las noticias de desfalcos en Carabineros y el Ejército colmaban el pozo de desconfianza en las instituciones. Las dirigencias políticas que habían guiado al país durante la transición no fueron capaces de dar una respuesta a la altura de la debacle. El pacto estaba roto, las últimas dovelas antes del estallido de octubre de 2019 fueron las marchas contra las AFP, la revuelta feminista y el asesinato de Camilo Catrillanca. Ya no era un rechinar, sino un derrumbe.
Quienes habían regido el país las últimas tres décadas no quisieron ver, ni escuchar, ni entender que ya no gobernaban un paisaje habitado por consumidores resignados a su suerte. Tampoco aceptaron que el develamiento sostenido de la mugre oculta bajo el tapizado de discursos de uniformidad y miedo los había arrojado al foso de la intrascendencia. Un arco nuevo emergía desde la base. Como si se tratara de una nueva era, el nuevo salto de la historia se puede comenzar a trazar con la imagen de una mujer madura y morena jurando como senadora después de haber sido herida y cegada por la policía mientras esperaba transporte para ir a su trabajo. También podemos definir el nuevo comienzo con las palabras de un hombre joven, veterano de las movilizaciones de 2011 y parte de la generación que supo identificar el malestar, quien ha asumido como Presidente de la República prometiendo, ya no sólo ante las instituciones, sino ante “el pueblo y los pueblos de Chile”. Aquellos que siempre estuvieron ahí, aunque permanecieran ocultos por la indolencia imperante.
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