Columna de Óscar Contardo: Operación retroceso

Marcha de la Diversidad Sexual en  Valparaiso
Foto: Pablo Ovalle / Agencia Uno


La resaca reaccionaria ha llegado a la izquierda buscando culpables a los que cargarles todos los fracasos recientes. En un procedimiento desvergonzado, Natalia Piergentili, la presidenta de un partido vacío de ideas, de militantes y de norte, le endilgó su propia derrota a unas ideas que catalogó de “leseras”, mofándose del feminismo y del activismo LGBTI con un lenguaje burlón y vulgar. El espectáculo brindado por Piergentili mantiene un guión que se viene repitiendo en cierta izquierda que experimenta la inoperancia del actual gobierno como la posibilidad de un segundo aire para un progresismo noventero reticente a las nuevas causas. Una izquierda reaccionaria que ve en las últimas derrotas del Frente Amplio un espacio para revalidarse y reinterpretar la historia reciente a su conveniencia.

Parte de esa reinterpretación es hacer malabarismo con la cronología de los hechos, y establecer que el sector político comenzó a perder sintonía con las preocupaciones de los más pobres cuando el Frente Amplio entró en escena. Lo repiten como un dato más aunque saben que no es efectivo. La izquierda viene perdiendo terreno en las comunas más populosas desde fines de los años 90, cuando la población en general empezó a perder confianza en las instituciones. Fue en la primera década del milenio que los líderes de esa izquierda, satisfechos de sí mismos, dejaron de frecuentar las barriadas, porque preferían acudir a las citas patronales de los empresarios para ser arrullados por el encanto de una fanfarria en su honor o un sitio en el directorio de alguna empresa. En esa época ningún partido de izquierda se había declarado feminista, porque esa era una mala palabra. La sigla LGBTI era desconocida para una dirigencia que sólo se relacionaba con la disidencia sexual mientras permaneciera en un clóset. Lo que ya existía en esos años era una grieta que separaba a ese mundo progresista de la vida en las periferias.

Las poblaciones marginadas y segregadas como Bajos de Mena no fueron un diseño de lo que ahora ciertos sectores llaman sensibilidad “woke”, tampoco el fracaso del Transantiago ni los títulos desechables que acreditaban haber cursado carreras sin campo laboral en universidades de cartón piedra, cuyo único aporte fue endeudar familias de clase trabajadora. Tampoco las casas “chubi”, cuyo apodo aludía a una golosina minúscula recubierta por una lámina de caramelo quebradiza. ¿Dónde estaban quienes ahora culpan de todo a las nuevas generaciones? Todo eso no sucedió ayer ni anteayer, ni tiene que ver con esa absurda división entre causas de nicho o “particularistas” y causas universales, que los conservadores de izquierda ahora utilizan para disfrazar su machismo, su misoginia y su homofobia, y hacer una separación artificial entre pobreza y demandas de Derechos Humanos, o peor que eso, situarlas como antagónicas. La distancia de la izquierda progresista con el mundo popular es un fenómeno que lleva décadas. Otro asunto es que algunos iluminados se den cuenta solo ahora, gracias a la realidad develada por voto obligatorio y por la marea de ultraderecha que supo aprovechar muy bien el clima de inseguridad.

El último movimiento de conservadurismo interno lo encarna el discurso de Noam Titelman, presentado en la prensa como uno de los ideólogos del Frente Amplio, quien en una entrevista publicada por El País vuelve a usar el concepto “temas valóricos” para referirse a las demandas de Derechos Humanos del feminismo y de la diversidad sexual. La etiqueta “agenda valórica” fue creada por la reacción conservadora religiosa en 1990 para frenar la discusión sobre el divorcio, el aborto y la educación sexual en política. Ahora Titelman la utiliza desde la izquierda e introduce la fe religiosa como categoría política justo en el momento en que se discute un nuevo proyecto constitucional sobre el que muchos esperamos quede establecido que Chile es un Estado laico. En su entrevista, Titelman alude a la categoría “sujeto cristiano” en relación al triunfo del Partido Republicano en las últimas elecciones, sugiriendo que la izquierda debe acercarse a una fe, sin aclarar cuál ni el alcance que eso tendría. Cuando leí la reflexión que hace el llamado ideólogo del Frente Amplio, recordé la manera en que la dictadura apoyó la expansión del pentecostalismo ultraconservador entre los más pobres. Durante la década de los 80, la vertiente evangélica de origen estadounidense que se apropió del adjetivo “cristiano” cundió en Centroamérica y en Brasil con los resultados que todos conocemos.

Hay una izquierda conservadora que desde el 4 de septiembre ha hecho todo lo posible por retroceder lo avanzado por el activismo feminista, el de la diversidad sexual y el de los pueblos originarios. Todas causas que los partidos progresistas tradicionales no abrazaron sino por la insistencia y perseverancia de quienes vienen trabajando desde hace décadas a contrapelo de dirigencias obtusas. Ahora, quienes jamás hicieron nada por esas causas, las presentan como un estorbo del que es necesario deshacerse, y descubren que lo mejor para lograrlo es fabricar una falsa dicotomía entre Derechos Humanos (o agenda valórica, como les gusta decir) y pobreza. Parafraseando a Pedro Lemebel, solo queda preguntarles a los nuevos y viejos varones del progresismo, en especial a sus “ideólogos”, qué harán con nosotros, compañeros, ahora que descubrieron que los más pobres no los estaban escuchando. Hasta el momento la única señal que han dado es que en lugar de avanzar, lo que planean es retroceder, y que están dispuestos a ofrecer como sacrificio un chivo expiatorio que ya tienen bien identificado.

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