Columna de Óscar Contardo: Orgullo de clase
Hablar de clasismo en Chile provoca incomodidad y alarma. Mencionarlo como un rasgo constitutivo de nuestra convivencia durante una conversación entre extraños es correr un riesgo. Siempre habrá alguien que responderá con la molestia de quien se siente atacado, como si se tratara de una acusación personal y no la descripción de una forma de vida que nos antecede como individuos y en la que hemos sido educados. El clasismo es un asunto insoslayable de tratar cuando se habla de democracia, distribución del poder y desigualdad en un país como el nuestro: aparece en el acceso a la justicia y la salud; en las promociones laborales dentro de una empresa; en el mundo privado, en el público y en un largo etcétera. Cobra, además, diversas formas y se encarna de muchos modos: está el clasismo del que siempre perteneció, del que quiere desesperadamente pertenecer y del que sabe que nunca arribará y por eso se desquita con el que está dos milímetros más abajo.
Muy pocas cosas han cambiado al respecto en las últimas décadas. Quizás el principal cambio ha ocurrido entre quienes forman parte de una generación que ha sido educada en códigos diferentes, uno de ellos, el orgullo de venir de abajo y de contar el viaje de ascenso como una virtud. Es un sector que no acepta callarse frente al insulto o la burla clasista, una manera extendida de descalificación que en otra época era considerada una humillación tan devastadora, que enmudecía al insultado. Ahora es posible responderle a quien rotea públicamente y tratarlo como a un paria. Un sector de la derecha tomó nota de este cambio y lo adaptó a su propio discurso, fundiéndolo con la idea liberal de meritocracia y soslayando la crítica sistémica al clasismo que significaría cuestionar asuntos más profundos. El resultado de esa lectura de realidad por parte de la actual oposición es la candidatura de Francisco Orrego a la Gobernación de la Región Metropolitana.
La figura de Francisco Orrego cobró fuerza en un programa político de televisión de gran popularidad elaborado sobre una idea de debate cercana a la riña callejera, en donde el insulto es un ingrediente común y el chequeo de datos, un ejercicio innecesario. Un género televisivo cultivado con éxito en Argentina, en donde la discusión exaltada es una forma de espectáculo que aplica en la política las claves de la farándula. Fue justamente ese el nicho mediático el que transformó a Javier Milei, un desconocido licenciado en Economía, en panelista estrella, pavimentando una carrera política acelerada que lo llevó a la Presidencia. Milei representaba al ciudadano fundido por la realidad política y económica en el que muchos argentinos se vieron reflejados. En Chile, un personaje como el explotado por Milei -los perros clonados, la intensidad insana de una oratoria rabiosa- seguramente no tendría la misma recepción. Francisco Orrego, en cambio, se ajusta a los códigos locales, no solo en aspecto, sino también por su discurso sobre el ascenso social que él mismo asegura encarnar. A partir de ahí Orrego se apropió del insulto “facho pobre”, la burla habitual contra los derechistas de origen popular, usando la expresión como una señal de identidad de la cual sentirse orgulloso. La principal consecuencia de este movimiento es que los adversarios a su candidatura no pueden reaccionar con nada que pueda interpretarse como un ataque clasista, de hacerlo lo único que logrará será alimentar aún más al personaje que los desafía y contradecir las ideas progresistas que abrazan.
El ascenso de Francisco Orrego representa el éxito de un sector de la derecha tradicional que ha sabido explotar la percepción de que la izquierda en el poder está atravesada por un elitismo mal asumido, que de tanto en tanto se deja ver. Dirigentes que cuentan en entrevistas su pasado de alumnos rebeldes de colegio caro como una gesta de redención; dinámicas de vida social que remedan un club, y redes familiares y de amistad que se extienden por el gobierno con naturalidad pasmosa. Todo esto sumado al desempeño mediocre del gobierno provoca frustración, la sensación de haber sido estafados. El clima ideal para la aparición de un candidato que encarne una especie de desquite desde abajo en contra de quienes prometieron tanto y cumplieron tan poco.
Que Francisco Orrego tenga un currículum débil, carezca de experiencia en gestión o que defienda disimuladamente intereses de dirigentes de alcurnia que lo respaldan puede llegar a pesar muy poco para quienes no tienen muy en claro siquiera en qué consiste el cargo de gobernador. Lo que muchos ven en Francisco Orrego es la figura de un par, alguien común y corriente que le habla golpeado a un progresismo burgués y que busca tener poder para “echar a patadas” -usando su propio fraseo- a quienes han defraudado al país. El hecho de que su carrera este apuntalada por personalidades del mismo establishment de clase que critica es un dato irrelevante (o invisible) para el común de los electores. Por eso, la segunda vuelta de la Gobernación por Santiago podría transformarse, más que en una elección determinada por las virtudes de un candidato, en la posibilidad de votar impugnando a una élite fuertemente cuestionada. En ese escenario, Claudio Orrego, el candidato oficialista, entra en desventaja, porque encarna, por su origen de clase y por biografía política, un mundo privilegiado, lo que en el alfabeto de Milei se denomina “la casta”. Naturalmente no es algo que Claudio Orrego haya elegido, es simplemente el lugar en el que le tocó nacer y vivir, el costado amable de un sistema de convivencia que cada tanto tensiona nuestra democracia, como una enfermedad crónica que, si no se enfrenta y se trata con inteligencia, brota de un modo inesperado y violento.
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