Columna de Óscar Contardo: Otro compromiso roto

Presidente Boric en el Te Deum 2023. Fotografía: Prensa Presidencia
Presidente Boric en el Te Deum 2023. Fotografía: Prensa Presidencia


En 2021, durante su campaña como candidato presidencial, Gabriel Boric se comprometió con los sobrevivientes de abuso eclesiástico para crear una comisión de verdad que los incluyera. Ese compromiso parecía refrendado por las reuniones sostenidas más tarde, cuando asumió el gobierno, y las nuevas autoridades recibieron a expertos y víctimas de abuso para el diseño de la futura comisión. Esta semana, tres años después de la promesa de campaña, y como parte de las actividades del Día Internacional de los Derechos Humanos, el Presidente anunció una comisión para la verdad que solo contempla las víctimas del Sename, excluyendo a quienes han sufrido vulneraciones por parte de instituciones como la Iglesia Católica, además de otras iglesias encargadas de educar o custodiar niños y adolescentes.

La solicitud de los sobrevivientes chilenos no era extraordinaria. Desde fines de la década del 90 hasta ahora las revelaciones sobre la magnitud de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes y religiosos católicos en distintas partes del mundo -delitos silenciados y encubiertos por la institución- alcanzaron el rango de escándalo internacional.

En 2013, en Australia fue creada una comisión nacional que recibió testimonios de víctimas de distintas instituciones -iglesias cristianas, boy scouts, mormones, instituciones judías y musulmanas- que acogían a niños y adolescentes. En la mitad de los casos los abusos consistían en violaciones y la mayoría de ellos habían ocurrido en organizaciones cristianas, principalmente pertenecientes a la Iglesia Católica. En Francia, en tanto, la comisión independiente sobre abuso sexual en la Iglesia Católica difundió en 2021 los resultados de su investigación que abarcó desde 1950 a 2020. El documento establecía que al menos 260 mil niños, niñas y adolescentes fueron víctimas de pederastia ejercida por sacerdotes católicos desde la posguerra. La cifra superaba los 330 mil casos si se incluían los abusos cometidos por laicos, catequistas o responsables de movimientos católicos. Entre las conclusiones del documento final, de más de dos mil páginas, llama la atención una en particular: “La Iglesia Católica es, después del círculo de familiares y amigos, el entorno que tiene mayor prevalencia de violencia sexual”. En España, la investigación dada a conocer en 2023 por el Defensor del Pueblo, estimaba que la tasa de afectados por abusos del clero católico era del 1,13 por ciento de la población, es decir, 440 mil personas. La razón para que tamaña cantidad de delitos se mantuviera en secreto durante tanto tiempo solo tiene una explicación: el poder ejercido para inhibir denuncias, demorarlas o bloquearlas. Un poder que se extiende desde el entorno familiar de la víctima hasta los cercanos al victimario -sus superiores, seguidores, amigos-, y el sistema de administración de justicia. Denunciar significa, en muchos casos, que los propios familiares de la víctima se pongan en su contra, que la comunidad la aísle, la tache de mentirosa o de loca. Esa solo es la primera etapa, luego está la jerarquía de la institución, que interviene, y enseguida los organismos laicos, que nunca lo son tanto. Un sacerdote carismático y bien relacionado que dice lo que sus feligreses esperan escuchar genera muchísima más simpatía que un hombre o una mujer atemorizada que se decide a contar lo que el cura le hacía cuando eran niños. En mi experiencia escuchando el relato de personas que sufrieron abusos eclesiásticos, algo sobre lo que indagué durante dos años, puedo decir que entre ellos no había nada en común, no hay un “tipo” de víctima: es gente de origen social diverso, de pensamiento político distinto, de diferentes edades, carácter y estilos de vida. Muchos de ellos abandonaron la religión, otros continúan acudiendo a la Iglesia. Lo único en común entre ellos es que habían sido niños creyentes, confiados por sus padres a una autoridad religiosa -modelo de comportamiento con acceso a la intimidad familiar- que abusó de ellos. Para los que habían decidido denunciar, el proceso de hacerlo se transformaba en un maratón de obstáculos, agotador y frustrante, en donde volvían a ser maltratados. La mayoría abandona el trámite, otros ni siquiera lo intentan y conviven con el daño como con un secreto oscuro. Un número desconocido sencillamente se rinde ante la herida: los suicidios que ha provocado el abuso eclesiástico es algo de lo que no se habla, pero existe.

En Chile, las denuncias de abuso eclesiástico han comprometido a la Iglesia Católica en toda su extensión: no hay diócesis ni congregación que no esté salpicada por algún caso. Aún más, gran parte de los hogares externalizados por el Sename en donde se abusaba, violaba y explotaba sexualmente a niños y niñas eran controlados por organizaciones dependientes de la Iglesia. Quienes crearon la comisión anunciada el 10 de diciembre parecen no haber considerado estos hechos, tampoco las recomendaciones del Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas sobre el fenómeno, ni el informe de la Defensoría de la Niñez, que establecía que era necesario incluir a los sobrevivientes de abusos cometidos en contextos de instituciones religiosas.

Hasta el momento en que escribo estas líneas el gobierno no ha brindado una razón que explique por qué se desentendió de su compromiso de campaña, aunque no resulta difícil concluir que, una vez más, las autoridades de un gobierno que se anunciaba laico y progresista, estén demostrando que jamás pensaron cumplir su palabra, sobre todo si los defraudados no tienen el poder, ni las relaciones políticas y económicas de la contraparte involucrada.

Con su anuncio el gobierno ha vuelto a dañar a las víctimas y ha dado un paso más para que la verdad de una historia ominosa acabe sepultada y sus responsables, impunes.

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