Columna de Óscar Contardo: Para que lo vean venir
Hay energía tectónica acumulándose bajo nuestros pies. El último informe del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), un estudio sobre estratificación, desigualdad y pacto social, presenta hallazgos que pueden ser interpretados como una alerta. El primero es que la adhesión a la promesa de que la educación es el medio más efectivo para la movilidad social tiende a bajar. Aquella idea promovida por el establishment durante la transición como la principal vía de prosperidad está cayendo en desgracia: “Para quienes respondieron esta encuesta, el avance que lograron en educación no se condice con la percepción de mejoría en la posición social”, indica el estudio. Lo que percibe la mayor parte de las personas encuestadas es que han heredado la posición social de sus padres, particularmente en los sectores medios. Es decir, aunque muchos y muchas invirtieron años en estudios y se endeudaron para lograr certificación profesional o técnica, esto no significó una mejoría en sus ingresos: viven tal y como lo hacían sus familias de origen, mantenidas con padres con una escolaridad menor. Otro hallazgo es que la valoración del esfuerzo como herramienta para medrar posiciones en la escala social ha descendido respecto de la medición de 2017. Lo que se ha incrementado, en cambio, es la creencia de que el logro de estatus está asociado con el origen social: “Si bien la educación se considera un elemento clave en el logro de estatus, las y los encuestados conocen los límites de este factor y el peso que posee el origen social, lo cual los lleva también a desvalorizar el esfuerzo o el trabajo duro”, resume el estudio del COES. Un cóctel de frustración y desesperanza.
Los escándalos de corrupción no sólo tienen un efecto en la manera en que se perciben las instituciones, también funcionan como una puerta batiente que se abre, se cierra y se vuelve a abrir, dejando ver por momentos lo que ocurre en las zonas habitualmente restringidas a la vista pública. Los ciudadanos desprevenidos constatan repentinamente que hay quienes pueden robar montos elevados sin temer que la justicia los alcance. Caen en cuenta que altísimas sumas de dinero circulan de mano en mano como si se tratara de una taza de mate entre corros de contertulios; cada quien bebe un sorbo o más bien saca una tajada. Al seguir las historias involucradas concluyen que ninguno de los contertulios llegó a formar parte de ese grupo por sus habilidades profesionales, sino más bien por sus redes políticas y familiares que tienden a fundirse en compadrazgos y parentescos. Dicho de otra manera, violan la ley, pero gozan de prestigio, lo que les brinda inmunidad. En nuestro país esa percepción, fundada en una lectura acertada de la realidad, se hizo mayoritaria a partir de los casos Penta y SQM que describió la comunión entre los negocios y la política, marcando una fractura entre ciudadanos comunes y quienes dicen representarlos. En su momento sólo se salvaron de la desconfianza los recién llegados, aquellos dirigentes del movimiento estudiantil de 2011 que estaban levantando sus propias tiendas, pero tras el llamado caso convenios, iniciado por las denuncias contra la fundación Democracia Viva, el beneficio de la duda desapareció, ya no existe: a ojos de la opinión pública general, y aun más de esa generación que está frustrada porque la promesa de mejorar sus condiciones de vida invirtiendo tiempo y dinero en una carrera profesional o técnica no se cumplió, los sinvergüenzas no están sólo en un espectro de la clase política, sino en toda la élite.
La habitual defensa del progresismo de que los montos defraudados por dirigentes de la derecha son muchísimo mayores que los robados por quienes militan en la izquierda no funciona. Para una parte importante de la población que del otro lado del cerco roben más no es un buen argumento: tal vez quienes roban menos solo lo hacen porque no tienen acceso a un botín mayor.
Es así como a la desconfianza en las instituciones y la frustración se suma una catarata inagotable de denuncias que involucran cantidades de dinero difíciles de imaginar para quienes viven con lo justo mes a mes. Frente a eso, la respuesta de la clase política es, sino débil, francamente nula. Cada quien le presta apoyo al acusado más cercano a su tribu y apunta al adversario. La defensa suele ser cerrada entre amigos, compadres y parientes. Aún más, tal como ha sido usual en Chile, en la cúspide nadie asume responsabilidades políticas por un fracaso de gestión, ni porque el acto de corrupción haya ocurrido bajo sus narices. El hilo se corta donde siempre. Eso es lo que se desprende de lo visto durante estos meses, también del testimonio de personas como la abogada María Inés Horvitz, quien en una entrevista a Ciper relató las razones que tuvo para renunciar a su cargo de consejera del Consejo de Defensa del Estado. Horvitz acusó una creciente cooptación “por parte de poderes fácticos vinculados por relaciones endogámicas de cuna, política y dinero, que se sienten inmunes a cualquier tipo de control y sanción”. La abogada dio ejemplos muy concretos del modo desfachatado con que se actúa para zafar de la justicia.
Los síntomas son evidentes. Que nadie parezca estar acusando recibo del modo en que la crisis política y social se profundiza no quiere decir que no exista. Caminamos sobre ella, de momento es subterránea, pero solo hace falta unir los puntos visibles para percatarse. La alternativa que parece haber elegido nuestra clase dirigente es seguir fingiendo una normalidad que no es tal cosa, sino un compás de espera que durará hasta que el descalabro salga a la superficie, como ya ocurrió una vez, aunque muchos quieran olvidarlo.