Columna de Óscar Contardo: Políticas de la crueldad

FILE PHOTO: Conservative Political Action Conference (CPAC) annual meeting in National Harbor


Parte de lo que será nuestra historia transcurre en las redes sociales. Es lo que parecen tener muy presente ciertos líderes a la hora de enviar mensajes a sus adeptos: así lo hizo Donald Trump durante su presidencia, así lo está haciendo Javier Milei en los inicios de su período encabezando el gobierno argentino con uso intensivo de su cuenta en el ex-Twitter. Tal como en el caso de Trump, el atributo que llevó a Milei a ganar las elecciones es su capacidad de apelar a un núcleo de emociones que solemos mantener bajo control, como la rabia, que lleva al desquite, porque su consistencia ácida y venenosa resulta perjudicial para la convivencia democrática. El liderazgo de Milei cobró fuerza relajando las restricciones que habitualmente todos nos imponemos frente a esas emociones para luego ir encauzándolas hacia quienes piensan distinto o son diferentes. Milei, como tantos otros, incluso en Chile, lo que hace es allanar la vía más expedita para achacarles a los extranjeros pobres, a “la casta política” o a los progres de la élite, el origen de todos los males que nos aquejan. Exaltan la falta de civilidad, como si exhibirla fuera una virtud, excusada en una causa política. Entonces aparece Trump burlándose de un reportero con discapacidad; o el vocero del gobierno argentino ironizando en su cuenta de redes sociales con el cierre de una agencia noticiosa pública que dejará a 700 personas desempleadas; o Díaz Ayuso, presidenta de la comunidad de Madrid, llamando “hijo de puta” a su adversario, el presidente del gobierno español, en plena Cámara de Diputados.

La figura del matón de colegio llevada al mundo adulto por líderes poderosos no puede ser inocua, tiene un efecto no solo en la manera en que se llevan a cabo los debates, sino también en los puntos desde donde arrancan las discusiones y las posibilidades de que el conflicto escale y se extienda a la calle y a la vida cotidiana.

Stephan Zweig recuerda en la biografía de Michel de Montaigne que el escritor llegó a la adultez en la segunda mitad del siglo XVI, justo después de un período de esplendor del mundo europeo y cuando comenzaba otro, mucho más oscuro, a la sombra de la violencia de las guerras religiosas en Francia. Zweig comparaba ese momento con su propia experiencia de hombre educado en la prosperidad del imperio Austrohúngaro que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial para luego ser testigo del ascenso del nazismo y de otra guerra aún peor. “Siempre que el espacio se ensancha, el alma se tensa”, concluía. En esa clave descrita por Zwieg, el nuestro sería un momento de tensión, como los ha habido tantas otras veces en la historia, solo que, a una escala mayor, acelerado por una tecnología que permite contacto en tiempo real con los guiños de los nuevos liderazgos que buscan sumar adeptos exaltando la ira como argumento, menospreciando el conocimiento, definiendo a los adversarios como enemigos, simplificando los fenómenos complejos y deshumanizando al que piensa distinto.

Esta semana el Presidente argentino, Javier Milei, inauguró el año escolar en el que fuera su colegio. En un momento de su discurso mencionó su viaje a la conferencia de Davos, calificando a los asistentes de “zurditos” que no se daban cuenta que portaban rastros de socialismo en sus mentes. Mientras hablaba, un estudiante que hacía las veces de escolta junto a la bandera se desmayó. El Presidente aprovechó el momento para burlarse: “Los nombro (a los zurditos) y son infalibles, juro que no los nombro más”. ¿En qué podría beneficiar a esos escolares escuchar al Presidente del país referirse así a sus rivales políticos? ¿Qué mensaje envía un líder que hace un chiste de una persona que se descompone y cae al suelo junto a él?

En una entrevista radial, Martín Kohan, el escritor argentino, sostuvo que algo que caracteriza a los tiempos que corren es el modo en que la crueldad se exhibe con desparpajo. Regodearse en el padecimiento ajeno está de moda, dijo Kohan. Siguiendo esa línea podríamos agregar que en algún minuto alguien descubrió que desmontar las restricciones para ejercer la crueldad sin miramientos podía transformarse en una herramienta política efectiva en democracia si se usaba con las excusas precisas, las promesas adecuadas y los objetivos claros. Ese alguien acertó: funcionó en Estados Unidos, en Argentina y ha sido tremendamente exitosa en El Salvador, en donde, con la promesa de la seguridad, se ha enviado a la cárcel a más de 72 mil personas (el 1,6 por ciento de la población). De ese total, siete mil son inocentes: gente que no ha cometido delito alguno, muchos de ellos denunciados falsamente por venganzas personales, por vecinos con sangre en el ojo, otros simplemente encarcelados por ser jóvenes y pobres. Las imágenes de prisioneros engrillados en fila, en una impecable coreografía de sometimiento, se han transformado en un sello de gestión de Nayib Bukele, logrando adeptos y admiradores en su país y en toda Latinoamérica.

El alcance del éxito que ha tenido el mensaje del líder salvadoreño lo retrata el registro de una entrevista callejera que puso en circulación una cuenta de TikTok opositora al gobierno. El video muestra a una mujer salvadoreña de mediana edad que dice estar satisfecha con los avances de seguridad en el país, pese a que dos de sus hijos permanecen encarcelados desde hace dos años. Hasta el momento, no le permiten tener contacto con ellos, tampoco le han dado las razones de la detención. La mujer entrevistada cree que “ellos van a salir, sobre todo porque son inocentes”.

La crueldad puede ser una moda, una política o una especie de virus que una vez inoculado se contagia como los malos hábitos y las enfermedades que cuesta demasiado erradicar.

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