Columna de Óscar Contardo: Que nada nunca cambie

08 de Marzo/VALPARAISO Bancada UDI RN Republicanos , durante la sesión de la camara de diputado que trata la reforma tributaria . FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI/AGENCIAUNO


El rechazo a la idea de legislar una reforma tributaria es una señal de dos cosas. La primera y más evidente es que la derecha y ultraderecha no quieren cambio alguno. Ninguna transformación que permita mejorías sociales: ni en pensiones, ni en educación, ni en salud, ni en ninguna materia que altere los márgenes establecidos desde la dictadura. Es la única manera de interpretar la votación en la que se negaron siquiera a debatir una reforma que permitiría mayores recursos al Estado para atender a las demandas acumuladas. Todas y cada una de las promesas hechas por los políticos conservadores durante las distintas campañas posteriores al estallido carecía de voluntad real. Durante los meses que siguieron a la crisis, distintos dirigentes del sector aseguraban que nunca se habían enterado de la profundidad del descontento en la población; habían permanecido ignorantes de los malestares, pese a todas las movilizaciones multitudinarias de la última década. Sólo luego de las marchas, como la del 25 de octubre de 2019, decían haber tomado conciencia de las urgencias de la ciudadanía. Pero con el paso de los meses, y por efecto de la pandemia que frenó las movilizaciones anunciadas para marzo de 2020, esas declaraciones fueron quedando en el olvido hasta convertirse en meras palabras de buena crianza con la profundidad de una charla de cóctel. Todo lo que pudieron haber dicho hasta ese momento, inclusive la frase “no lo vimos venir”, a la larga era una respuesta automática a la coyuntura, una forma de declararse sobrepasados por los acontecimientos y esquivar la responsabilidad de haber frenado las reformas propuestas durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, proyectos que estaban destinados a liberar algo del vapor acumulado en la olla a presión.

Con la perspectiva del tiempo ahora podemos interpretar los discursos comprensivos de la derecha como una estrategia para sobrellevar la crisis y mostrarse condolidos de cara a la crispación pública que marcó los últimos meses de 2019. La estrategia continuó, dándole un giro a la idea de cambio, estableciendo la lógica de que no era necesaria una nueva Constitución para ejecutar las transformaciones. Así fue como acuñaron la frase “rechazar (una nueva Constitución) para reformar”. En una primera etapa no lograron convencer a la población, pero mantuvieron en pie la idea. Vino el periodo de desprestigio de la Convención y entonces sumaron el mensaje de que la propuesta constitucional era mala, porque cambiaba muchas cosas y producía incertidumbre, era entonces necesario volver a conversar, volver a debatir bajo otras condiciones. El resto es historia.

El rechazo al proyecto de reforma tributaria no fue la desaprobación de algo en específico, sino un portazo a la posibilidad de conversar sobre el modo en que se buscaría financiar políticas orientadas a que muchos chilenos y chilenas vivieran mejor. La derecha suele justificar sus negativas a ciertas transformaciones de fondo tachándolas de inútiles, indicando que las personas buscan soluciones concretas para sus problemas cotidianos, trazando una línea arbitraria y ambigua entre lo práctico y cercano, y lo abstracto y lejano. Así justifica su negativa perpetua a los cambios de fondo. Pero esa línea se desdibuja en el caso de su desaprobación a la reforma tributaria, porque hacerlo significa negarse a financiar algo tan concreto como una mejor pensión o una atención sanitaria más expedita. También se les derrumba el argumento de la sensatez al que acuden dirigentes conservadores cada vez que necesitan bloquear un proyecto. ¿Qué es lo sensato de no querer enfrentar un tema urgente debatiéndolo?

En esos últimos años los autodenominados amarillos y demócratas han encarnado un hipercentrismo funcional a fines conservadores, secuestrado la noción de responsabilidad y civismo para uso propio, fingiendo representar una mayoría invisible. Ese hipercentrismo que tilda a cualquier suspiro discrepante de señal inequívoca de extremismo radical tampoco se ha hecho cargo de que las promesas de diálogo y amor jamás se cumplieron. Prestaron sus nombres para anunciar algo que jamás aconteció, porque si hay algo que no ha hecho la oposición, ha sido expresar una voluntad dialogante. Aún más, cada logro del gobierno, como lo ocurrido con las últimas cifras de Imacec y de inflación, parecen provocarles tanto malestar o suspicacia que necesitan abrir otro flanco de ataque para compensar.

También es un hecho la incapacidad del gobierno de asegurar esos tres votos perdidos que le habrían permitido un triunfo. Escudarse en que la intervención del expresidente Sebastián Piñera habría sido clave para el resultado es reconocer de forma implícita que incluso un político que encabezó un gobierno fracasado es capaz de alinear a su sector de una manera más eficiente y efectiva que el gobierno en ejercicio, que cuenta con todo el poder del Estado para hacerlo. Nadie parece haberse hecho cargo de asegurar los votos de un modo directo, siguiéndolos con el cuidado y el rigor que merecía un proyecto fundamental del que depende que el programa de gobierno se lleve a cabo. Tampoco hubo muchos esfuerzos del brazo comunicacional de La Moneda por contrarrestar la desinformación que desde hace meses circulaba sobre la manera en que el proyecto habría afectado a las pequeñas y medianas empresas, ni de explicar en forma simple y adecuada cuál sería el origen y el destino de los impuestos que se recaudarían. Curiosamente, toda la información al respecto comenzó a ser difundida con insistencia sólo después de la derrota en la Cámara de Diputados. La popularidad del gobierno y del Presidente no puede depender de bombardeos emocionales, fotos con niños o lluvias de peluches. Es hora de que alguien le ponga garras y dientes a tanto unicornio con mensajes buena ondita que no cuajan en los avances prometidos. Es hora también de enfrentar que la voluntad por cambiar un Estado subsidiario por uno social de derechos no es un asunto zanjado, porque hay un sector incapaz de honrar sus declaraciones circunstanciales de buena voluntad con votos concretos.

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