Columna de Oscar Contardo: Quizás un otoño prematuro
Existe una posibilidad, según indican encuestas y paneles de opinión, de que la derecha llegue a controlar el Consejo Constitucional. Es decir, en el plazo de dos años, de resultar una fuerza minoritaria, sin posibilidad de veto y absolutamente sobrepasada por sus adversarios en la Convención que fracasó el 4 de septiembre, la derecha podría imponer sus ideas nuevamente, esta vez avalada por los votos de un proceso democrático. Es evidente que un resultado así estaría directamente relacionado con la crisis de seguridad que vive el país, el avance del narcotráfico y la emergencia migratoria en el norte. La derecha ha demostrado una contundente y despiadada capacidad para manejar la agenda en torno a esos temas, enrostrándole responsabilidades a un gobierno débil (sin asumir las propias), y sumergiendo las demandas sociales que provocaron la crisis de 2019. La oposición logró reducir así el estallido a una mera asonada de violencia delictiva.
La derecha encontró un camino de salida, lo siguió, lo ensanchó y lo transformó en una vía rápida para recuperar el poder perdido. La izquierda en el gobierno, más específicamente el Frente Amplio, no tuvo ni las energías ni las ideas para contrarrestar la resaca conservadora que ha logrado fundir toda la narrativa que sostenía las causas del descontento social, y reemplazarlas por una demanda única de seguridad y orden, usando a la institución policial como vallado que separa buenos de malos: de un lado están quienes siempre han respaldado a carabineros absteniéndose de cualquier crítica y haciendo vista gorda; del otro, los que avalan la protesta social, el caos y la delincuencia (que en ese discurso son lo mismo). Esa lógica, que ha resultado efectiva, dispone a la institución policial como un grupo que debe permanecer inmune al escrutinio público, independiente del poder civil y blindado de responder por los actos de sus agentes, y a los derechos humanos como una entelequia que protege a los criminales.
Si bien la derecha siempre ha sido reticente a abordar los fenómenos sociales como asuntos complejos -por temor, por prejuicio ideológico, por conveniencia o por incapacidad-, sufriendo por eso derrotas como las que padeció el gobierno pasado, ese mismo rasgo tiene un revés que la favorece: es un sector político particularmente efectivo al momento de ofrecer una fórmula simple para comprender los problemas y presentarla como solución rápida, justo lo que se espera en momentos en donde el temor a salir a la calle o a sufrir robos se ha extendido. Es un sector político que tiene, además, un conocimiento más descarnado de la forma en que las personas se comportan bajo circunstancias apremiantes. La visión que la derecha tiene del pueblo, la gente o el electorado es menos idealista que la de una izquierda que en el discurso solo le atribuye virtudes: para ellos todo individualismo, mezquindad o pequeñez es consecuencia automática del modelo económico. Esa mirada romántica -por momentos teñida de un paternalismo de parroquia- tal vez sirva para hacer una fase de la campaña, pero en los tiempos que corren se ha transformado en un estorbo. Está claro a estas alturas que el pueblo puede tener mala memoria de corto plazo, olvidarse de las consignas sobre dignidad y respeto, y pedir que alguien ponga orden de manera eficiente y rápida, sin importar el costo que tenga esa operación. También ha quedado en evidencia que demasiados dirigentes del Frente Amplio no entendieron o no quisieron enfrentar las condiciones en que estaban viviendo muchos chilenos y chilenas en barrios sitiados por la delincuencia. La oposición sacó provecho de la torpeza de sus adversarios, y usó todas las herramientas a su alcance para contraatacar, no solo a un gobierno débil, sino a una coalición que se quedó sin épica después de septiembre, hablando en una lengua moribunda en medio de un cementerio de sueños rotos. Los errores, que comenzaron desde el primer día de gobierno, no hacían más que mostrar autoridades con una excesiva confianza en sí mismos y en la buena nueva que portaban, una tendencia a la frivolidad que a estas alturas ya es como un mal perfume del que es imposible escapar y una incapacidad para traducir a mensajes claros y comprensibles para cualquiera. Las ideas tras las reformas propuestas no son tan simples como aparentan. Por ejemplo, muchos dirigentes del Frente Amplio parecen no entender que para la mayor parte de los chilenos y chilenas la solidaridad es sinónimo de beneficencia, es decir, algo que se hace voluntariamente para ayudar a una persona en una posición desventajosa, jerárquicamente inferior. Algo cercano a la limosna impulsada por la culpa. Por lo tanto, resulta contraintuitiva o absurda la noción de solidaridad entre iguales. Esto no es irrelevante, porque, siguiendo el ejemplo, un sistema de pensiones diferente del ahorro individual -”la plata es mía”- tenderá a ser considerado con sospecha o perplejidad. Lo mismo sucede con la salud o la educación. Para un ciudadano común el concepto de Estado de Bienestar es un enigma que ocurre en naciones ricas de ultramar y que muy difícilmente funcionarían en una cultura que hace de la segregación social un culto identitario. Esta brecha de mentalidades, que parece muy dura de aceptar para una parte importante de la izquierda, sobre todo para sus dirigencias más jóvenes, es un hecho de la causa para una derecha que sabe explotar muy bien en un clima enrarecido por el temor.
Durante el último año, la izquierda, el Frente Amplio y el gobierno han debido enfrentar que la posibilidad de poner en marcha las reformas propuestas se desvanece, entre un Congreso hostil y fragmentado, y una opinión pública que ya no les presta atención. Si la derecha logra el control del Consejo Constitucional la derrota será trágica, porque aunque las demandas sociales seguirán existiendo, quienes se suponían estaban llamados a encauzar esas aspiraciones con sus propuestas, habrán fracasado rotundamente. Eso significaría un otoño prematuro para una generación política que estuvo a punto de cambiar la historia y acabó estrellándose con ella. Es probable que este domingo de elecciones veamos en directo la manera en que unas ideas de futuro que hace tan poco tiempo eran la esperanza de un sector, queden desahuciadas por la urnas, obligando a la izquierda, en particular al Frente Amplio, a replantear su relación con el electorado y preguntarse cuándo, cómo y por qué comenzaron a hablar en un idioma distinto del que se estaba hablando en la calle.
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