Columna de Óscar Contardo: Retrato de época
En 1991 la escritora Alma Guillermoprieto publicó en el New Yorker la crónica titulada Carta desde Río. El texto, que tenía como subtítulo la pregunta ¿Dónde está escrito que tenemos que ser coherentes?, indagaba sobre los cambios religiosos en la sociedad brasileña. En esos años el catolicismo y la umbanda -una práctica que funde religiones afro con espiritismo- estaban perdiendo cada vez más fieles frente a las nuevas iglesias evangélicas. Guillermoprieto explica en el texto la peculiar convivencia que había logrado la Iglesia Católica con la umbanda, una cohabitación amable entre dos tradiciones excluyentes, en una trama social que fundía la herencia africana, presente en la población más pobre, con las clases acomodadas de origen europeo. Luego, la autora contrasta con el éxito alcanzado por las distintas versiones de un pentecostalismo severo y exigente con sus fieles.
Allí donde el catolicismo ofrecía milagros y una vida después de la muerte, y la umbanda una realidad paralela de espíritus, los cultos evangélicos obligaban a sus fieles a dejar el alcohol, el cigarro y a buscar un empleo para ofrendar en la iglesia. Y lo lograban: “Los nuevos evangélicos no sólo piden dinero sin tapujo, sino que alardean su riqueza, prueba del apoyo de Cristo”, describe la autora. En ese momento el fenómeno parecía contradictorio con un país, un pueblo, reconocido por una liberalidad refrendada por la exposición del cuerpo como hábito festivo y la tendencia al disfrute como rasgo cultural. Lo que la autora expone, a partir de un trabajo de acercamiento delicado y una escritura concisa y detallista, sin embargo, no es un conjunto de incoherencias desperdigadas, sino el mosaico de una época de cambios que mirado a distancia resulta ser un retrato, el modo en que una convivencia compleja -social, religiosa, política- se fue adecuando a las circunstancias, a contramano de una clase dirigente corrupta e inoperante. En Carta desde Río es posible leer el modo en que los brasileños y brasileñas estaban hace tres décadas buscando un lecho fluvial por el que encauzar sus aspiraciones. Muchos lo encontraron en los nuevos lideres evangélicos que décadas más tarde llegarían al poder a través de la ultraderecha encabezada por Bolsonaro. La crónica de Alma Guillermoprieto anunciaba que lo que en apariencia puede sonar incoherente, visto bajo la luz adecuada y con la apropiada perspectiva tal vez no lo sea tanto, sobre todo cuando se trata de un país durante un período de cambio.
La última encuesta CEP sobre nuestra realidad local revela, entre otras cosas, un conjunto de datos que pueden ser considerados contradictorios entre sí, como por ejemplo que un 84 por ciento de los chilenos y chilenas cree que el país está estancado o en decadencia, en tanto que un 73 por ciento declara sentirse totalmente satisfecho con su vida; o que un 31 por ciento no adhiere a religión alguna o se declara agnóstico y ateo, en tanto que un 73 por ciento cree en el cielo y un 67 en el mal de ojo. Del mismo modo, ¿cómo entender que para el 58 por ciento de los chilenos y chilenas la familia ideal debe constar de tres hijos, mientras la tasa de natalidad se hunde como nunca? Si hace 13 años el 58 por ciento pensaba que una pareja del mismo sexo no podía criar a un niño o niña tan bien como lo haría una pareja heterosexual, actualmente el 60 por ciento cree que sí puede hacerlo. Un cambio de 180 grados en tan solo una década. Sobre la base de estos datos parece imposible trazar un hilo conductor que sostenga una línea de lectura continua, pero en alguna parte debe existir esa clave de sentido, solo habría que buscarla, el problema es que para hacerlo es necesario auscultar con delicadeza, formular las preguntas adecuadas y escuchar las respuestas con atención, algo que no está ocurriendo ni en el periodismo -pauperizado hasta el extremo- ni en la política, degradada hasta una frivolidad primitiva y venenosa.
La población chilena ha dejado de confiar en las instituciones tradicionales, y lo ha hecho por un criterio de realidad. Es la consecuencia de un desprestigio ganado a pulso después de períodos consecutivos de escándalos de corrupción, seguidos de encubrimiento e impunidad. Un guion recurrente cuyo desparpajo lo resumen los últimos diálogos filtrados del caso Audio entre el penalista Luis Hermosilla y el exfiscal Manuel Guerra. En una parte de la conversación, Guerra le avisa a Hermosilla que “las causas VIP (caso Penta) ya se las quité (a los fiscales) y están en mi poder, así que estamos todos a salvo”. Hermosilla responde con un “me alegro”. Revelaciones como esta se vienen repitiendo desde hace dos décadas como marejadas, acumulando un hartazgo que estalló de modo violento hace cinco años, pero que a la larga no significó cambio alguno.
Una crisis que sigue sin ser resuelta.
Todas las aparentes incoherencias registradas por la encuesta CEP pueden ser interpretadas, más que como contradicciones, como el resultado de un desencuentro largamente sostenido por la soberbia de una élite anquilosada que decidió conducirse mirando de vez en cuando el espejo retrovisor cóncavo, ese que aparenta que las cosas están a mayor distancia de la realidad, bajo el supuesto de que ningún cambio es necesario, porque no hay urgencia alguna. Mientras tanto, el trecho con la retaguardia se va acortando. Tal como se anunciaba en las crónicas sobre Brasil en los 90 escritas por Guillermoprieto, las demandas buscarán un cauce -siempre lo hacen cuando son ignoradas-, en ese caso religioso, frente a la indolencia política. Seguramente en algunos años podremos entender en perspectiva el retrato de época que de momento nos resulta incomprensible y ajeno, contemplarlo y constatar el modo en que el torrente redefinió el paisaje, qué y quiénes quedaron a salvo o sucumbieron bajo su caudal.
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