Columna de Óscar Contardo: Reunión de trabajo
El inicio del audio podría ser un plano secuencial de una película. El sonido de un ascensor que se abre, el ambiente sosegado de una oficina, la disposición de una secretaria que recibe a una mujer que ya conoce y que viene con una herida visible en el rostro. La secretaria se sorprende. La mujer le cuenta que la han asaltado recién, cuando salía del Servicio de Impuestos Internos, en donde había estado recabando información, como suele hacerlo, para ayudar a su cliente en apuros. Enseguida la recibe el anfitrión, el cliente para quien trabaja. Él también nota los moretones en la cara. No sé qué le pasa a este país, se queja ella; uno queda vulnerado, se lamenta él; este país se volvió cualquier cosa, añade ella. No lo dicen exactamente con esas palabras, sino con el tono casual de dos personas que se conocen mucho. Más avanzada la reunión, el cliente dirá que, desde que ella lo salvó de un entuerto anterior cobrándole muy barato, él la considera parte de la familia. El tono de la charla entre ambos es liviano, nada formal, y no cambia con la llegada del tercer personaje, quien tampoco puede evitar la sorpresa por el aspecto de la mujer: al parecer tiene sangre en una oreja. ¿Dónde te asaltaron? Pregunta el recién llegado. Cerca de la entrada de grandes contribuyentes, explica ella. El tercer personaje, un abogado reconocido, toma las riendas de la conversación. El cliente lo escucha y responde a cada una de sus sugerencias. En un momento usa una figura del póquer para describir el siguiente paso necesario para sobrellevar la situación que atraviesan: nosotros tenemos la mano, ilustra, y le recomienda juntar dinero, hacer una “caja negra” para sobornar -no usa esa palabra, pero es evidente en el contexto- a alguien que usualmente los ayuda en estos menesteres. Así se arreglan estas cosas, sentencia. Habla de darle 15 millones y añade que conoce “los precios del mercado”, para referirse a las coimas. El cliente agrega que ya está al tanto del asunto, y que durante los últimos cuatro años “de nuestra parte han salido chorros para allá”, dinero que él mismo describe como “plata muy bien pagada”. El objetivo de la reunión es impedir que una trama montada por la empresa del cliente con facturas chapuceras obligue al cliente a pagar un monto enorme en deudas, varios miles de millones de pesos, enfrentar la justicia o acabar en prisión. Un problema del que están tratando de zafar desde hace meses y en el que “estamos todos metidos, está todo en familia”, según ellos mismos dicen.
La reunión de trabajo entre la abogada Leonarda Villalobos (la mujer asaltada), el empresario Daniel Sauer (el cliente) y el poderoso penalista Luis Hermosilla (el abogado que menciona la “caja negra”) dura cerca de dos horas, y mantiene siempre el tono amable de una cita profesional entre viejos conocidos. Un ritual al que están habituados. En un momento repasan las facturas involucradas en lo que aparentemente podría ser un fraude. Leonarda Villalobos las enumera. Después de cada nombre de fantasía de una sociedad que ella nombra, Daniel Sauer indica la persona natural involucrada en esa sociedad. Muestra preocupación por una persona en particular. Durante la charla, la sola idea de cumplir con la ley parece estar completamente descartada. La conversación se reconcentra en la manera de eludirla, usando dinero para corromper funcionarios: tentarlos, domesticarlos, para luego exigirles lo máximo que se pueda para frenar la investigación abierta. La institución es un estorbo relativamente fácil de rodear y el dinero resulta ser un cortafuego inexpugnable. Siempre habrá algo a qué echar mano para conseguirlo: las redes familiares, las de amistad, las políticas o los antiguos favores que valdría la pena ir recordando.
Cada uno de los tres personajes en escena representa un estamento propio con alguna habilidad pulida con astucia: la abogada Leonarda Villalobos es diestra en obtener y procesar los datos que recolecta de los despachos de funcionarios públicos; el empresario Daniel Sauer, hábil prestidigitador del dinero de la red de inversionistas a los que estaba destinado a tratar desde la cuna, y Luis Hermosilla ocupa una cima en donde se funden el éxito profesional, las destrezas políticas y la gestión de redes de contactos empresariales, familiares y de amistad. Un trío unido por una capacidad sobrecogedora para modelar sus escrúpulos a la medida de los requerimientos del caso. La trenza es densa, firme, está sostenida por horquillas bien ancladas en cócteles y sobremesas, se extiende desde distritos financieros hasta despachos de partidos políticos; une mesas de dinero con mesas de edición; desde dirigentes de oposición hasta líderes del Frente Amplio. Cabe recordar que la misma persona que le sugiere a Daniel Sauer juntar dinero para sobornos, representaba hasta esta semana al jefe del Segundo Piso de La Moneda en el llamado caso fundaciones.
Si Ciper no hubiera hecho público el audio que registró la reunión entre Villalobos, Sauer y Hermosilla, y que ya era conocido en círculos restringidos, la opinión pública no se habría enterado jamás del tono que tienen ciertas rutinas de trabajo. Peor que eso, la trenza de favores concedidos habría sumado otra hebra, la del Segundo Piso de La Moneda y sus secretos. Es decir, se habrían añadido más deudas de gratitud que saldar cuando fuera el momento. Parafraseando a Leonarda Villalobos, quien en el audio se lamenta por la delincuencia, tal vez la tragedia de Chile no es que haya cambiado, sino todo lo contrario: que nunca nada cambie, y que una vez más la justicia, frente a un escándalo de proporciones, diagnostique un déficit de ética en lugar de un superávit no reconocido de corrupción endémica. Total, para qué hacerse mala sangre si aquí todos somos familia.
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