Columna de Óscar Contardo: Simulacros
Los dirigentes políticos suelen repetir frases hechas sin que nadie nunca les pregunte qué es lo que tienen en mente cuando las usan. Las disponen en sus discursos como si se tratara de fórmulas con un peso del que nadie podría dudar sin ser considerado insensato; frases que se explican por sí mismas y que expresan realidades como rocas, lugares comunes que se levantan como templos.
Hubo años, por ejemplo, cuando todos parecían preocupados por una “crisis moral” fruto de ideas malsanas que amenazaban nuestra convivencia, ideas como legislar sobre el divorcio o el aborto, que eran juzgadas como peligrosas; asimismo, en una época necesitábamos una “reconciliación” de la que se hablaba como si el país fuera una familia mal avenida que debe asistir a terapia y no de una sociedad en la que miles de personas habían sido desaparecidas por agentes del Estado y otras miles ejecutadas y torturadas. Hubo también una era dorada de los “consensos” políticos que sus gestores tienden a evocar como un tiempo heroico que valdría la pena repetir para no desviarnos de la senda de la prosperidad.
Cada una de esas frases hechas, sin embargo, en lugar de nombrar realidades, cumplían la función de disimularlas, desplazando o encogiendo el encuadre de la escena para evitar que apareciera el paisaje completo; eran puestas en circulación para anular las críticas y las demandas a la democracia. Los cuestionamientos quedaban catalogados entonces bajo la etiqueta de lo impropio o venenoso. El hecho de llamar a un fenómeno “crisis moral” evitaba nombrar los anhelos de cambios sociales que se esperaban con el fin de la dictadura y envolvía ciertas demandas -de género, de autonomía y de derechos humanos- en un manto de sospecha punzante. Pronunciar la palabra “reconciliación”, en tanto, desplegaba un biombo frente a la falta de justicia con las víctimas de la dictadura y a la impunidad de la que gozaban los responsables de los crímenes cometidos. Los llamados a la reconciliación transformaban todo en un gesto de buena voluntad, en donde los represores o quienes tenían información sobre los desaparecidos quedaban al mismo nivel de responsabilidad que el resto de los chilenos, incluso que sus víctimas. Por último, aplaudir los “grandes consensos” era un consuelo frente a la imposibilidad de cambios dentro de un sistema político maniatado y custodiado por un sector que se había beneficiado del modelo establecido en dictadura.
Más que enunciar los temas de fondo, nombrarlos de modo directo y mirarlos de frente, estas fórmulas los envolvían en mortajas mientras se disponían barreras y luces distractoras que impidieran acercarse y entender cuál era el origen de las demandas insatisfechas o los impedimentos para resolver los problemas cuya solución pasaba por tocar ciertos intereses.
En esa tradición encaja la frase “recuperar la unidad” que varios dirigentes políticos comenzaron a repetir como argumento para criticar el texto propuesto por la Convención Constitucional. ¿Quién va a estar en contra de la unidad? Con esa frase no sólo se anula el proceso democrático inédito que originó el documento, porque implícitamente atentaría contra “la unidad”, sino también las razones de la crisis que empujó al acuerdo que dio inicio a ese proceso. Cabe recordar que los responsables de que esa crisis ocurriera son justamente los dirigentes políticos que estuvieron a cargo de las instituciones desprestigiadas, quienes no detuvieron la degradación que les fue advertida, pero que ignoraron; personas que después del estallido han evitado asumir cualquier responsabilidad en el asunto. Paradójicamente, ellos mismos ahora han reaparecido para decirle al país, una vez más y desde la comodidad de sus poltronas, en qué consiste la democracia en Chile. No les importa que la campaña en contra del texto de la Convención Constitucional difunda toda clase de falsedades, ni que haya congresistas que se dediquen a repetir mentiras en sus redes sociales y en los medios de comunicación. Tampoco les inquieta que la televisión abierta cubra el proceso como un enfrentamiento, en donde los argumentos mentirosos tienen el mismo o menor espacio que los hechos, sembrando tal confusión que perder elecciones ahora se llame “ser excluido” y aparecer todos los días en los medios sea sinónimo de “estar siendo acallado”.
La primera duda que surge cuando mencionan que “es necesario recuperar la unidad” es en qué consistiría esa unidad perdida. Tengo la impresión de que no se refieren exactamente a cohesión social, ni a participación política, ni a confianza en las instituciones, tres aspectos que son fundamentales para entender la crisis. Jamás los mencionan en sus discursos. Si esos elementos no son parte de la unidad que invocan y quieren recuperar, ¿cuáles son los elementos que la componen? La segunda duda es cuándo, según ellos, fue que se extravió esa unidad, o más bien, si consideran que el estallido fue un fenómeno de generación espontánea o el síntoma de un descontento con raíces profundas en un modelo que estableció una convivencia segregada, un apartheid que los mismos que ahora buscan la unidad, juzgaban políticamente irrelevante. La tercera duda es por qué creen que la Constitución vigente, diseñada y establecida en dictadura, y que según su propio ideólogo fue concebida para evitar que los “adversarios” pudieran cambiarla, es preferible a un proyecto surgido de un proceso democrático.
Cuando las palabras se vacían de significado, la realidad pierde consistencia y en lugar de hechos lo que queda es un simulacro, una escenografía en donde un discurso aparentemente respetuoso de la democracia puede ser poco más que una herida narcisista supurando o una estrategia para conservar el poder y apartar lo que durante tanto tiempo fue considerado un salón propio de acceso restringido, de la mirada de los intrusos y los advenedizos que intentan entrar.
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