Columna de Óscar Contardo: Sin escrúpulos

Carabineros Cañete


Hace una semana, tres carabineros fueron asesinados en Cañete, en la Región del Biobío. Hasta el momento en el que escribo estas líneas los pormenores del crimen dados a conocer públicamente son escasos: la madrugada del sábado 27 de abril los policías viajaban en una camioneta blindada rumbo a un predio para constatar que un sujeto estuviera cumpliendo una medida cautelar de arresto domiciliario. La ruta que recorrieron es peligrosa: confluyen grupos de reivindicación mapuche y traficantes de madera. Los policías iban fuertemente armados. En algún punto cercano a su destino alguien los detuvo, los hizo bajar de la camioneta y les disparó. Luego, sus cuerpos fueron dispuestos en la parte trasera de carga y la camioneta desplazada a un lugar distante a cinco kilómetros de la primera detención, en donde fue incendiada. La comuna en la que esto ocurrió permanece en estado de emergencia desde mayo de 2022. A grandes rasgos, eso es lo que se conoce por ahora. Son más las preguntas que aún no encuentran respuesta: quiénes y cuántos fueron los asesinos; cuáles fueron las motivaciones del crimen; qué condiciones hicieron posible que en estado de emergencia hubiera ocurrido algo así.

En cuestión de horas, un asunto tan delicado, un luto nacional, quedó reducido al rango de un botín político que un sector decidió explotar, señalando que la crueldad ejercida en un asesinato espantoso era algo así como la herencia del estallido social de 2019, sugiriendo que las marchas ocurridas hace cinco años, como la del 25 de octubre, no tuvieron como motivación principal la protesta política, sino que fueron poco más que una asonada delictual. Hay, por lo tanto, una línea directa entre esos acontecimientos y el feroz asesinato de Cañete. La prueba para sostener esta tesis ha sido invocar el nombre con el que se hizo popular un perro callejero que acompañaba las protestas del centro de Santiago. El apodo usado, “Matapacos”, es criticable por lo ofensivo que resulta para los policías y sus familiares, también lo es la monserga de que el lenguaje crea realidad, usada y abusada de tal manera por algunos sectores de la izquierda que el búmeran acabó golpeándolos. La semana continuó con el Presidente de la República repudiando el nombre de un quiltro muerto.

Un sector de la oposición ha llevado la discusión a un nivel absurdo, planteando un escenario esperpéntico: de un lado quienes se autoconfieren el rol de “protectores” de la policía dispuestos a legalizar la tortura o retroceder a los tiempos en que la justicia militar se ocupaba de los casos que involucraban a uniformados, aunque incluyeran a civiles, es decir, un raconto de la dictadura; del otro, los supuestos “enemigos” de la policía, aquellos que por el solo hecho de aspirar a que Carabineros rinda cuentas al poder civil, y que las responsabilidades de mando sean asumidas, son situados del lado de los delincuentes. Carabineros es una institución al servicio de todos los chilenos y chilenas, por lo tanto, trazar una línea entre amigos y enemigos es desvirtuar su misión y envenenar la convivencia. Ninguno de los problemas que sufre Carabineros puede resolverse haciendo la vista gorda con los desafíos que enfrenta y que el poder político no ha podido resolver en ámbitos como la formación de sus agentes en el actual escenario de criminalidad, el desarrollo de unidades de inteligencia efectivas, la capacitación en el control de disturbios o en el ámbito de delitos más sofisticados que involucran tecnología. Ni qué mencionar la corrupción. Pero esa complejidad es imposible de asumir cuando la discusión se balancea entre el populismo penal y un afán despiadado por respaldar la propia postura política usando la tragedia de tres familias y basureando, de paso, la credibilidad del Ministerio Público.

La memoria colectiva es resbaladiza, incluso moldeable, pero hay hechos concretos que ayudan a refrescar lo ocurrido en el pasado reciente. Hasta marzo de 2017, Carabineros gozaba de los mayores niveles de confianza entre las instituciones del país: según la encuesta CEP, alcanzaba el 54% de adhesión. Eso cambió a fines de ese mes, cuando el general director de Carabineros anunció el descubrimiento de un desfalco en Magallanes que involucraba a miembros de la institución. En pocas semanas el fraude acotado a una región resultó ser una trama nacional y de los 600 millones iniciales trepó a más de 27 mil millones de pesos. Fue ese escándalo de corrupción interna el que inició un descalabró en la imagen pública de la policía uniformada: en junio de 2017 la adhesión a Carabineros bajaba del 54% al 37%. En 2018 todo empeoró cuando se sumaron los casos Huracán y el homicidio de Camilo Catrillanca. Nada de eso fue un invento. Tampoco los informes internacionales de derechos humanos que acreditaron dos años más tarde los casos de brutalidad policial durante la represión de las manifestaciones posteriores al estallido. Es cierto que la institución estuvo sobrepasada por las marchas, saqueos y disturbios, que no daba abasto, pero ni las personas mutiladas ni las abusadas ni las muertas merecían el destino que tuvieron. Que ahora un sector político use una tragedia para barrer bajo la alfombra otras tantas y llevar agua al molino propio no es correcto ni justo, aunque la actual demanda por seguridad sea legítima y urgente.

Las familias de los carabineros asesinados y el país merecen que los criminales sean encontrados, juzgados y castigados. Carabineros necesita mejorar y fortalecerse, que no es lo mismo que otorgarle autonomía del poder civil o impunidad. Lo que nadie necesita es otro circo de ansiedades autoritarias para lograr una popularidad desechable que, a la vuelta de los años, terminará beneficiando al crimen organizado y debilitando nuestra maltrecha democracia.

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