Columna de Óscar Contardo: Umbrales de asombro
La noche del domingo 12 de mayo de 2019 fue acribillado en Conchalí el narcotraficante Bastián López, miembro de una banda liderada por su madre, recluida en la cárcel de Chillán. El velatorio en su barrio duró tres días y consistió en fiestas y desórdenes públicos con deudos disparando al aire. El gobierno del momento, que durante la campaña presidencial hizo énfasis en la seguridad, anunció una mesa de trabajo para controlar la pirotecnia y las balaceras asociadas a rituales narcos. Hubo parlamentarios que llamaron a militarizar zonas de Santiago sin exhibir evidencia sobre la efectividad de la idea: si no resultó ni en México ni el Colombia, ¿por qué habría de resultar aquí?
Hasta ese momento, mayo de 2019, la inmigración latinoamericana en el país no aparecía, al menos en las notas de prensa, directamente relacionada con el crimen organizado; la preocupación sobre los extranjeros era otra: el efecto negativo de los inmigrantes en el empleo. Este argumento era el esgrimido por la derecha para fortalecer los controles. La izquierda, en particular los partidos que conformarían el Frente Amplio, se oponían a frenar la llegada de extranjeros y miraban con desconfianza las expulsiones, que sobre todo afectaban a haitianos. En esa fecha la posibilidad de vincular la diáspora venezolana con el narcotráfico no estaba presente, al menos no como discusión central. Tampoco se ponía sobre la mesa si existía o no información de inteligencia al respecto. Tal vez el único cálculo político a largo plazo respecto de la llegada de extranjeros era el de ciertos dirigentes políticos del oficialismo de entonces que apreciaba a los ciudadanos venezolanos como una cantera de votos a futuro; esa variable parece no haber sido prevista por la oposición de la época, que tampoco consideraba las tensiones de convivencia que provocaba la llegada descontrolada de extranjeros en los sectores populares.
Los eventuales avances que pudieron haber existido hace cinco años para evitar el desborde de la criminalidad asociada al narco quedaron sepultados por los acontecimientos. De forma sucesiva el estallido, la crisis migratoria en la frontera norte y finalmente la pandemia sacudieron las prioridades y las urgencias. Los hechos desnudaron los flancos débiles del trabajo policial, la fragilidad de las fronteras, la falta de coordinación entre gobiernos locales y centrales y una persistente cultura nacional de negación al real alcance de la corrupción, entre otros aspectos. Las instituciones resistieron, pero resultaron dañadas, y las zonas -poblaciones, comunas, provincias- habitualmente descuidadas por el Estado, quedaron al desamparo. Las policías, que, según los vecinos de Bastián López, en mayo de 2019 apenas podía entrar al barrio, en adelante deberían enfrentar algo mucho mayor, para lo que no estaban preparadas, como tampoco lo estaban el Ministerio Público ni el gobierno que asumió en 2022.
Una vez terminado el encierro, habría tiroteos incluso en el centro, personas baleadas desde automóviles en marcha. Cada tanto aparecía un cuerpo. Cadáveres en acequias, descuartizados o incinerados. Una violencia brutal que se ejercía como acto reflejo -matar por un teléfono a una víctima desarmada- que algunos trataban de empatar con el terrorismo de Estado de la dictadura, una analogía tramposa, porque escabulle enfrentar el problema de fondo. Hubo meses en los que cierto círculo gubernamental prefirió adherir a la tesis del “no es para tanto”, porque a ellos no les había ocurrido nada y podían pasear por la plaza de su barrio de noche con total tranquilidad. Indultos mal ejercidos, declaraciones innecesarias. Chapucerías que solo entorpecen el trabajo asumido por la ministra Carolina Tohá y el subsecretario Manuel Monsalve, quienes se han llevado la tarea más dura sobre sus hombros: contener una crisis extraordinaria con herramientas que no fueron creadas para condiciones como las actuales y a contramano de una oposición oportunista que parece no entender la gravedad de la situación en curso. O no la comprenden o no les importa el futuro del país, porque la pequeñez con la que se han conducido ha quedado reflejada en los miserables índices de credibilidad que logran en las encuestas: son una oposición aún más impopular que los partidos de gobierno. Dirigentes que simplifican el problema hasta el ridículo; parlamentarios cuyo único discurso es el del populismo penal; la militarización a contramano de toda la evidencia de los expertos, ofreciendo un cóctel de Bukele disuelto en Pinochet venenoso para el Estado de Derecho. Una mejor policía no es la que puede disparar a diestra y siniestra, es una que puede atrapar criminales y reunir las pruebas para condenarlos: lo que hace falta es mejor formación, mejor dotación, no impunidad ni transformar instituciones armadas en círculos de intocables. Lo que hace gran parte de la oposición al negarse a avanzar en la legislación para levantar el secreto bancario y así rastrear la huella financiera del crimen organizado, o pidiendo la renuncia de una ministra, es tan oportunista que solo cabe calificarlo de irresponsable.
En mayo de 2019 nos sorprendíamos por una muerte en un ajuste de cuentas y la desfachatez con la que el narco local organizaba sus funerales. Nuestro umbral de asombro ha ido desplazándose. Por ejemplo, ahora, en julio de 2024, lo novedoso es descubrir que los traficantes organicen fiestas en parcelas, a las que acuden armados, y que el baile termine con cinco muertos durante un fin de semana en el que un total de 18 personas fueron asesinadas por ajustes de cuentas. Puede que en comparación a los países vecinos no sea tan alarmante, pero en contraste con nuestra propia historia parece ser el prólogo de una debacle.
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