Columna de Óscar Contardo: Un futuro artificial
El futuro ya no se construye con los materiales a los que nos había acostumbrado el siglo XX. Lo que sucedía usualmente era que cada avance tecnológico desplegaba unas virtudes tan luminosas como la esperanza. Un nuevo ingenio podía brindar mayor velocidad de traslado, de almacenamiento o de eficacia en alguna tarea determinada; agilizar, por ejemplo, alguna operación que hasta ese momento era más dificultosa, ahorrándole tiempo a individuos que interpretaban eso como una señal de libertad. Así ocurrió con el automóvil y con el plástico, con el pañal desechable y con la calculadora automática. La masificación de esos inventos involucraba la promesa de una mejor vida para quienes los usaran, y esa promesa se cumplía. En eso consistía el futuro, pensábamos. Los efectos colaterales negativos, los desechos tóxicos, las posibilidades de una aplicación maligna de esa tecnología o de su uso en la industria bélica solían ser secundarios, imperceptibles o muy lejanos a la experiencia cotidiana del presente concreto, tal vez eran un dato al que poner atención, pero que no alcanzaba a opacar las ventajas del nuevo hallazgo. Esa distancia entre los muchos beneficios y los limitados o lejanos perjuicios parece haber ido acortándose. Tan pronto como algo irrumpe, aparecen sus contraindicaciones, sobre todo con las nuevas tecnologías de la información. Por ejemplo, gracias a la inteligencia artificial, una agencia de noticias china presentó hace unos años un noticiero de televisión conducido por avatares digitales que parecían conductores de carne y hueso. Figuras de apariencia humana relatando hechos que en realidad podrían ser bulos políticamente dirigidos. No sé cuál será el provecho público de esta tecnología, ni su aporte al bienestar general, pero sí se me ocurren varias posibilidades de darle un uso malicioso si se cuenta con los medios para hacerlo.
Los expertos indican que la era de las redes sociales que conocemos hasta ahora están en decadencia. Facebook, Instagram y Twitter ya no convocan a las nuevas generaciones, sus usuarios envejecen. La caída no será abrupta, pero sí inminente. Dejarán una huella compleja en nuestra cultura y en nuestra forma de relacionarnos. El encanto inicial de los primeros años, cuando eran consideradas una ventana para la diversidad de expresiones, fue resquebrajándose al ritmo de los cambios corporativos y de propiedad. Luego vino la constatación de los múltiples efectos secundarios de las redes sociales en ámbitos tan variados como la política y la salud mental: el desplome de los medios de comunicación tradicionales provocado por la estampida del avisaje publicitario hacia las nuevas plataformas; el papel de Facebook en las campañas de la ultraderecha global como canal de distribución de falsedades, y el de Twitter en la polarización política gracias a los golpes de emociones negativas canalizados por los algoritmos; los efectos de Instagram en la autopercepción física de una generación de adolescentes, y, por último, la adicción generalizada de los usuarios a las reacciones instantáneas de los seguidores, como un consuelo frente a la soledad. Tal vez en unos lustros esta época será conocida como la era en que fuimos dominados por la dopamina, el neurotransmisor que se dispara cada vez que recibimos una notificación en las redes sociales.
Según la periodista española Marta Peirano, especialista en temas de tecnología y poder, el nuevo auge, que reemplazará el de las redes sociales, será impulsado por la inteligencia artificial, y este año en particular por ChatGPT, esa suerte de texto autopredictivo mágico, capaz de escribir un ensayo de historia del arte con solo un par de instrucciones.
A los comunes y corrientes la intuición nos lleva a pensar que la inteligencia artificial es una entidad autosuficiente que no necesita entrenamiento externo. La realidad es distinta: sí lo necesita, y en este caso quienes se hacen cargo del adiestramiento son miles de trabajadores mal pagados que viven en países con legislaciones laborales laxas. Esto lo supe leyendo en El País una nota sobre la aparición en Facebook de la foto de una mujer en el baño de su casa. La foto -de una intimidad doméstica trivial- fue captada por una aspiradora robot mientras limpiaba el piso de la casa de la mujer. La imagen debía ser usada por trabajadores contratados para etiquetar los objetos que aparecían en frente de la aspiradora robot, alimentando así al sistema de inteligencia artificial. La labor es tediosa, mal pagada, pero fundamental para que el robot distinga entre distintos tipos de sillas o entre un muro y una mascota. La filtración de la imagen de la mujer en el baño develó lo que ocurría en la trastienda de esta nueva tecnología: trabajadores de países subdesarrollados que se conectan a determinadas plataformas y que van escribiendo y etiquetando manualmente lo que aparece en las imágenes o identificando audios que provee el mismo robot.
La innovación digital también tiene sus galeras y buques factorías con mano de obra barata.
El ChatGPT también necesita de trabajadores en las sombras para funcionar. El efecto mágico de desplegar un texto redactado con sentido e incluso con estilo descansa en la labor de cientos de trabajadores sin calificación que se exponen a las alcantarillas de internet para identificar contenidos oprobiosos, criminales y tóxicos que la inteligencia artificial debe pasar por alto para elaborar las respuestas que brinda al usuario. Una respuesta que no asegura veracidad y precisión, sino solo cierta verosimilitud, una aproximación fantasmagórica a la realidad que, como el efecto de la dopamina, provoca una sensación pegajosa y seductora. Es como si la adicción hubiera desplazado a la esperanza, como si el futuro ya no fuera más una posibilidad, sino solo un artificio pasajero.
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