Columna de Óscar Contardo: Un lugar de encuentro
Un lugar de encuentro
Era una pieza audiovisual de propaganda oficialista simple, de esas que transmitían por televisión entre las tandas de comerciales en dictadura. El video mostraba dos siluetas en cada extremo de la pantalla: una era la de un conquistador español y otra, la de un cacique “araucano” (así se le decía en esos años). Ambas siluetas avanzaban hacia el centro hasta fundirse en el medio y de ahí surgía una tercera, no recuerdo bien si la de un huaso o la de un soldado con quepí de la Guerra del Pacífico. Ese era el origen del pueblo chileno, aseguraba una voz en off. Era la manera en que el régimen refrescaba una fórmula antigua sobre la identidad local, usando la figura del mestizo como símbolo de unidad.
En Chile, el proceso de creación de identidad nacional tuvo algunos hitos muy nítidos: la Guerra del Pacífico y la figura de Arturo Prat fueron claves en la construcción de la idea de un “nosotros los chilenos”. Otra forma fue la noción de mestizaje, que se usaba para exaltar al pueblo llano, frecuentemente menospreciado por ciertos sectores sociales justamente por su origen mezclado. La figura del “roto chileno”, el mestizo local, representaba dos cosas a la vez: un guerrero digno de admiración y la caricatura de un marginal indeseable y vicioso. Una ambivalencia que dice mucho de la relación que tienen los sectores más poderosos con el mundo popular.
Existe, por supuesto, una tercera vía para la construcción de la identidad, una que no depende de una guerra, ni de un discurso político de autoridad y que surge cuando, por ejemplo, una mujer campesina voluntariosa decide componer canciones como Maldigo del alto cielo o Gracias a la vida. Ahí aparece un “nosotros” que nos acerca a la eternidad.
La Convención Constitucional aprobó un artículo en donde se define a Chile como “un Estado regional, plurinacional e intercultural”, una redacción que ha despertado críticas en sectores conservadores, alertando que, a la larga, esa frase significará el desmembramiento del Estado, la división del país. Algunas voces desde la derecha reclaman que somos un país mestizo, y que no hay una discontinuidad entre identidades indígenas y no indígenas, por lo que no sería apropiado considerar a los pueblos originarios como distintos del resto. Quienes más alertan sobre los peligros de una fragmentación en cadena han sido justamente aquellos sectores políticos que apoyaron durante más de 40 años un modelo de vida que intensificó hasta el límite el individualismo y la segmentación social. ¿Cuál es la razón para que esa hiperfragmentación relacionada con el ingreso monetario de cada quien no se la juzguen como peligrosa, pero sí les asuste el reconocimiento a las identidades indígenas?
Curiosamente, quienes ahora usan el mestizaje extendido para rechazar la idea de plurinacionalidad prefieren ignorar el hecho de que en Chile el sistema educacional y laboral tiende a racializar a los individuos según su fenotipo físico: el aspecto de los alumnos de un liceo de la periferia de Santiago es muy diferente al de un colegio privado del nororiente de la capital; los rostros y los cuerpos de una cuadrilla de trabajadores de limpieza de una empresa tienden a ser distintos de los rostros y cuerpos de quienes forman el directorio o la planta gerencial de esa misma empresa. Eso no es casualidad, nunca lo ha sido. Ignorar esta realidad no es lo mismo que contribuir a la “unidad” de un país, sino más bien es resignarse a la injusticia.
Más que atemorizarse por el reconocimiento de identidades que siempre estuvieron ahí, la derecha chilena debería preguntarse qué punto de encuentro puede ofrecerles a los ciudadanos y ciudadanas, qué espacio de confluencia entre iguales: un lugar, una institución que, independiente del origen social, geográfico o del ingreso monetario, represente o acoja a cualquier chileno o chilena como uno más. Un espacio en donde todas las diferencias identitarias grupales queden subordinadas a un mínimo común concreto. Una propuesta de unidad que sea algo más que un conjunto de símbolos o frases que se repiten como mantras, algo que efectivamente signifique un “nosotros” efectivo, y no la simulación condescendiente de una supuesta unidad racial en el mestizaje, el que muchos conservadores escapan en cuanto pueden echar mano del antepasado europeo.
Las palabras plurinacionalidad, interculturalidad y autonomía son vistas por un sector como una amenaza institucional, pero ese mismo sector ha sido incapaz de responder con soluciones al estallido en cámara lenta de instituciones como el Ejército, en donde el mundo conservador solía depositar el corazón de la palabra “patria”. Si la única oferta que tienen en mente para dejar una huella en el proyecto constitucional es prometer una versión de libertad que se paga en cuotas hasta la muerte o promover los beneficios de una a la vida rendida competencia perpetua, van encaminados a la irrelevancia. Si el principal temor es que, producto del reconocimiento de distintas nacionalidades originarias, el país se descomponga en pequeñas piezas que no se comunican entre sí, no deberían inquietarse tanto: es exactamente eso lo que hemos estado viviendo desde hace mucho y lo que nos ha llevado hasta este punto.
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